“La enfermedad, definitivamente, no solo tiene un componente biológico, sino también social”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
“La enfermedad, definitivamente, no solo tiene un componente biológico, sino también social”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
/ Víctor Aguilar Rúa
Alexander Huerta-Mercado

La isla de Molokai en Hawái debió de tener un aspecto desolador allá por el año 1866, cuando la monarquía local ubicó a su suerte a los enfermos de lepra casi como en un destierro mortal. La lepra era una enfermedad que tenía ya una mala fama desde tiempos bíblicos y que generaba una espantosa segregación basada en la apariencia del afectado y en el temor al contagio. Era miedo y rechazo. Un sacerdote belga de aspecto desaliñado, el padre Damián, llegó como misionero a la zona y, lejos de dedicarse solo a la prédica, promovió también la salud pública y la ayuda social en un trabajo en conjunto con la comunidad. En su prédica diaria se dirigía a la feligresía como “hermanos leprosos” al comenzar cada misa. Un día, mientras se lavaba, agua hirviendo entró en contacto con sus pies por accidente. Pese a ver sus ampollas, el padre Damián se asustó al darse cuenta de que no sentía dolor. Entendió lo que había pasado e inmediatamente salió a dar su prédica diaria, esta vez comenzando con una nueva frase: “Nosotros, los leprosos”.

¿Qué tanto hemos cambiado ahora que podemos enfrentar con mayor éxito a las enfermedades epidémicas? A pesar de que los tiempos del padre Damián son recientes, hoy sería inhumano pensar en comunidades geográficamente aisladas por una enfermedad. Sin embargo, hay algo que no ha cambiado, al igual que en los viejos tiempos: las enfermedades generan miedos y segregaciones, por ejemplo, hacia las personas sin mascarilla, hacia las que tosen, hacia las que estornudan (irónicamente, antes se les decía simplemente “salud”) y hacia las que admiten estar con .

La enfermedad, definitivamente, no solo tiene un componente biológico, sino también social. Pero, por lo mismo, ahora podemos ver que la solución implica un aspecto social.

Esto lo entendí claramente este mes, cuando me di cuenta de que sentía dolor de garganta y mucho cansancio. Estos dos años en los que he estado mayormente enclaustrado y he salido con mascarilla no me he resfriado, cosa extremadamente rara en mí. Jessica me sugirió formalizarme y tomarme una prueba. Me llamó la atención la eficiencia de las técnicas en enfermería que se han constituido en una fuerza arrolladora y eficaz frente a la pandemia y que hay que decir que la han convertido en algo cotidiano. “Es muy probable que salga positivo”, me dijo una de ellas con ojos serenos (lo único que pude verle, pues llevaba gorro y mascarilla) y me hizo pensar en los aspectos positivos de las políticas de vacunación masiva que, espero, continúen pese a la crisis política que atravesamos.

Conseguí aislarme de todo a mi alrededor y pasé unos días de mucha debilidad a punta de tomar agua e intentar descansar con un montón de pendientes que me daban vueltas en la cabeza y mis memorias de los conceptos culturales de la impureza en donde pisar la sombra de alguien considerado paria era peligroso.

La antropóloga británica Mary Douglas plantea algo que se entiende perfectamente desde la realidad social peruana: la tendencia a dividir el mundo entre “lo puro y lo impuro”. Así, aquellas cosas que podemos comprender, controlar o con las que estamos familiarizados nos son cercanas y nos generan confianza; no así las que nos cuestan clasificar, ubicar en nuestra lógica o controlar. A lo largo de más de 20 mil años, esto ha determinado en muchas culturas lo que está o no permitido comer, quien es digno de ser esposo o esposa, quien forma parte de la aristocracia del grupo o qué cuerpos son considerados bellos y deseables.

Es, en el fondo, la imposibilidad de comprender, clasificar y controlar lo que nos genera miedo y el miedo es generalmente el camino hacia la segregación. La pandemia no ha hecho sino evidenciar gran parte de estas formas soterradas –o no– de división social que se han traducido en muros, casas amuralladas, estado policial y agresividad en Internet. Somos una sociedad cuya historia está marcada por un “miedo al otro” o una desconfianza total, en la que el discurso colonial sistematizó al racismo dándole una cualidad casi de camaleón con la capacidad de adaptarse a nuevas circunstancias sociales. Así, “el otro” siempre sería el peligroso y al que habría que evadir.

Es una buena metáfora para nuestro país que el COVID-19 solo pueda vencerse con la inmunidad de la mayoría, con la protección colectiva y con el respeto a las reglas. Pero también con el entendimiento, la empatía y con la articulación entre todos como comunidad, aun cuando el virus sea solo un recuerdo. A diferencia nuestra, los virus suelen ser más democráticos que los sistemas de salud y nos han aproximado a dejar de ser esa suma de individuos y, frente al enemigo común, construirnos un “nosotros”, como lo hizo la valiente población de Molokai junto al entrañable padre Damián en medio del océano Pacífico.