(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

Uno de los grandes retos de la modernidad es definir los límites entre las relaciones cercanas (familiares y amicales) y las lejanas (con terceros, cívicas). Es una distinción indispensable porque la cercanía favorece al particularismo y la exclusión, mientras que la lejanía al universalismo y la inclusión.

En las relaciones cercanas lo que más importa son las características específicas de las personas involucradas, sean familiares, amigos o vecinos: el apellido y linaje, el lugar de origen, estatus, educación, personalidad, gustos, etcétera. Por definición, son relaciones excluyentes y la familia es la principal institución que las establece y norma. No hay que olvidar que el matrimonio y la familia tienden a perpetuar las desigualdades sociales por medio de la herencia, la endogamia y el patriarcado.

Mientras que el universalismo pretende que todos tengan los mismos derechos, deberes y oportunidades, a pesar de las distancias, diferencias y particularidades existentes. Como he escrito en anterior oportunidad, este se refleja en los derechos civiles que refrendan las libertades personales, los políticos que promueven la participación y los sociales que garantizan el bienestar para todos. Por definición son relaciones inclusivas y las principales instituciones encargadas de su cumplimiento son las estatales.

En sociedades con niveles bajos de institucionalidad se diluye el límite entre lo particular y lo universal. Ante ello, se producen varias reacciones, pero quiero hacer hincapié en dos principales. En la primera, lo particular se impone sobre lo universal y grupos de personas se benefician de la poca efectividad de la norma. Ocurre cuando el político o el empresario hacen de lo público un patrimonio personal. También sucede cuando las decisiones judiciales no son tomadas con arreglo a la ley, sino de acuerdo a favores y reciprocidades. Igualmente acontece cuando los encargados de hacer cumplir las leyes son los primeros en promover romperlas o hacerse de la vista gorda. Es evidente que en ninguno de estos casos les conviene el fortalecimiento de la formalidad y el imperio de la ley. Vamos a llamarlos “sinvergüenzas”.

En la segunda, encontramos aquellos que buscan protegerse de las incertidumbres propias de una sociedad de instituciones públicas y privadas débiles. La forma principal de hacerlo es refugiándose en sus relaciones más cercanas (familia, parientes, amigos, compadres, paisanos) protegiéndose así de un entorno que funciona bajo la “ley de la jungla”. Como no los protege la ley y los excluye el sistema, deben buscar mecanismos personales que les garanticen niveles mínimos de seguridad económica, social y política. A este grupo tampoco le conviene el fortalecimiento de los mecanismos de cumplimiento de la norma formal porque implicaría poner en riesgo sus estrategias de supervivencia. Podríamos llamarlos los “necesitados”.

En las últimas semanas, hemos presenciado ambas reacciones en nuestro país. Por un lado, algunas de las principales instituciones estatales han sido seriamente dañadas al ser doblegadas a los intereses particulares de algunas autoridades, funcionarios, políticos y empresarios. Por el otro, en otros acontecimientos, se dio un aprovechamiento de la informalidad para enriquecerse (los ambulantes en Gamarra, el tráfico de terrenos), confluyendo así el sinvergüenza con el necesitado.

Preocupa enormemente este avance del particularismo y el retroceso del universalismo. ¿Estamos ya encaminados hacia un “familismo amoral”? Este concepto fue acuñado por Banfield (1958) y describe una cultura caracterizada por la ausencia de obligaciones morales hacia cualquier persona que no sea integrante del grupo familiar. A pesar de que la utilización del término en su momento tenía claras resonancias eurocéntricas, creo que es útil para describir sociedades modernas en las cuales los intereses de redes cerradas neutralizan todo impulso hacia el bien común y la plena vigencia de los derechos ciudadanos. En algunos casos lleva a la corrupción, en otros al tráfico de influencias o pone en jaque al sistema democrático por vendettas personales (dizque partidarias).

Como han comentado varios analistas en los últimos días, con frecuencia los corruptos se tratan de “hermanito”, “compadre” o “cuñado”. No solo están aludiendo a cuán cercanos son. Más bien están haciendo referencia a un círculo cerrado que considera estar sobre la ley, emulando a las familias mafiosas que corrompen todo para beneficiar a pocos.