Los fantasmas del pasado, por Carmen McEvoy
Los fantasmas del pasado, por Carmen McEvoy
Carmen McEvoy

“Si ese molle tuviera boca, hablaría todo lo que ha pasado”, señaló Teófila Ochoa a propósito de la tragedia que le tocó vivir en Accomarca. Teófila tenía 12 años cuando perdió a su madre y a sus cinco hermanos en uno de los episodios más dantescos de nuestra historia republicana. El 14 de agosto de 1985 miembros de la Patrulla Lince 7, al mando del subteniente Hurtado y del teniente Rivera, tomaron por asalto su pueblito sembrándolo de muerte y destrucción. Varias mujeres fueron violadas al pie de un molle y luego acribilladas o acuchilladas antes de ser quemadas. 

Los sobrevivientes de la masacre, en la que murieron treinta niños, veintisiete mujeres y doce hombres, envolvieron con mantas los brazos, pedazos de cabeza, piernas y otros restos carbonizados de sus seres queridos. Junto al torso de su madre, Teófila encontró parte de la cabeza y una botita de su hermano menor. En la matanza de Accomarca no solo se destruyeron las vidas de padres, madres, hijos y abuelos, sino el futuro de una comunidad que como tantas otras tuvo la desgracia de estar en medio del fuego cruzado entre el Ejército y las huestes senderistas. 

En una entrevista recientemente publicada, Daniel Palacios señaló que antes de la masacre de 1985 y de las brutales irrupciones de Sendero Luminoso, la gente de Accomarca era muy amable, hospitalaria y solidaria. En la tradicional mink’a, muchos pobladores se congregaban para construir las casas de sus vecinos a cambio de chicha y una comida. Eso ya no se hace con la frecuencia de antaño. Entre el temor, la mercantilización de las relaciones sociales y el abuso del alcohol, se fueron perdiendo las buenas costumbres y el cariño y respeto por el otro. Y esto no solo ha ocurrido en el Ande, sino a lo largo y ancho de una república sometida, por más de una década, a la barbarie absoluta. 

¿Es posible establecer alguna relación entre lo que vieron los ojos de Teófila y la carnicería macabra de una huamanguina ocurrida en la misma semana en que se dictó sentencia contra los responsables de la masacre en Accomarca? Pienso que sí. Destruir la secuencia histórica y vaciar al pasado de contenido para convencernos de que el presente es lo único que importa es la tendencia de una era definida por la insensibilidad y el individualismo extremo. Porque salvo la referencia al molle –testigo silencioso de la barbarie accomarquina– y al celular –que grabó una violación grupal en una casa de Huamanga– existe un aire familiar que tiene que ver con la crueldad extrema exhibida en una provincia que, al igual que buena parte del Perú, no ha procesado y mucho menos superado la violencia que norma nuestras vidas.

Ayacucho es el lugar del país con el mayor índice de violencia familiar y sexual. La destrucción del capital social y la ruptura de los vínculos que lo nutren es una de las causas de ese comportamiento indolente hacia la vida y la dignidad de la cual hemos sido testigos. La frase “se nos pasó la mano” –pronunciada por una menor que observaba cómo se grababa el acto criminal que terminó con la vida de una adolescente de 15 años– muestra la dimensión del mal que nos aqueja. Un mal endémico que tiene que ver con las secuelas de un conflicto armado cuyas huellas aún perviven. 

Desde la violación de las reglas de tránsito que usualmente terminan con muertos tirados en las pistas, hasta la reciente vejación de una niña de 6 años por su hermanastro, el horror convive con nosotros. Por eso cuando el ministro apela al lenguaje republicano, debe también recordar que nada es posible sin la pacificación de las mentes y los corazones. Este viraje cultural demanda una mirada compasiva y solidaria por el otro, que además de ser conciudadano es un ser humano que merece respeto. Y en ese sentido, el maltrato a los deudos de Accomarca por parte del Estado Peruano es una situación que no debe repetirse jamás.

Lea a Carmen McEvoy ahora los miércoles en El Comercio.