(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Moisés Naím

La mayoría de los animales no come carne humana. Sin embargo, hay tigres, leones, leopardos, osos y cocodrilos que, una vez que la han probado, la incorporan a su dieta y activamente cazan seres humanos para comerlos. Son los llamados “devoradores de hombres”. Una vez que han probado carne humana no pueden dejar de comerla.

Algo parecido está sucediendo con la política. En algunos países, una vez que el sistema político aprende a defenestrar al jefe de Estado se acostumbra a hacerlo periódicamente. Los elimina a través de un sacrificio ritual que, generalmente, ocurre en tribunales, parlamentos y medios de comunicación, así como en plazas y calles. La conflictividad social, el revanchismo, la polarización y la antipolítica que hoy caracteriza a muchas sociedades crean el caldo de cultivo que conduce al despido, la cárcel y, a veces, hasta la muerte de sus presidentes. Como sabemos, ese difuso, multifacético y temible animal comepolíticos ahora cuenta con las redes sociales como una potente arma para acorralar, debilitar y eliminar a sus presas. También sabemos que la exasperación y frustración de los votantes contra sus políticos no es ni artificial ni gratuita: la precariedad económica, la desigualdad, la y, en general, el mal desempeño de los gobiernos son la causa última del enardecimiento de la maquinaria comepolíticos.

Es obvio que a veces es sano y deseable salir de un mal jefe del Estado antes de que termine su período. Eso hay que aplaudirlo, no censurarlo. Brasil, por ejemplo, les debe mucho a los jueces que enfrentaron a algunos de los políticos y empresarios más poderosos y lograron mandarlos a prisión. El encarcelamiento de Lula da Silva y son los dos eventos icónicos de la cruzada anticorrupción que sacudió, y aún sacude, Brasil. Cientos de miles de brasileños indignados por la corrupción reinante tomaron las calles y crearon el ambiente que condujo a la salida de la presidenta Dilma Rousseff antes de terminar su mandato. La fiera política brasileña que, sin darse cuenta, le abrió paso al ahora presidente Jair Bolsonaro, podría hacerle lo mismo a él.

En Centroamérica pareciera que el hábitat natural de un ex presidente es la cárcel. Según , de los 42 presidentes que entre 1990 y 2018 ejercieron la presidencia de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá 19 han estado, o aún están, en la cárcel.

Lo mismo sucede en el Perú, donde habita una de las más insaciables fieras comepolíticos. Pedro Pablo Kuczynski se vio obligado a dimitir a la presidencia de ese país en el 2018 y desde entonces ha estado sometido a rudos procedimientos judiciales. Recientemente, un tribunal ordenó su prisión preventiva por tres años. El ex presidente Ollanta Humala también estuvo encarcelado, al igual que su esposa Nadine Heredia. Alejandro Toledo, quien fue presidente del 2001 al 2006, es prófugo de la justicia peruana y desde el 2017 las autoridades han solicitado al gobierno de Estados Unidos su extradición. Su esposa Eliane Karp tiene orden de arresto y está fuera del país. Keiko Fujimori, la lideresa de la oposición, ha sido condenada a tres años de prisión preventiva, mientras que su padre, el ex presidente Alberto Fujimori, de 80 años, sigue purgando una larga condena. La cárcel también hubiese sido el destino de , el dos veces presidente, de no ser porque hace más de una semana se suicidó de un disparo en la cabeza cuando la policía llegó a su casa a detenerlo.

Este no es solo un fenómeno latinoamericano, es una tendencia mundial. La máquina comepolíticos es activísima en Europa, e Italia es, quizás, su más extremo ejemplo. En Israel, los cuatro más recientes primeros ministros han sido sometidos a investigaciones judiciales por cargos de corrupción.

Asia no se queda atrás. Park Geun-hye, la presidenta de Corea del Sur, acusada de corrupción, se vio obligada a dimitir y cumple una condena de 24 años de cárcel, lo que en su caso equivale a cadena perpetua. Lee Myung-Bak, uno de sus predecesores acusado de corrupción fue condenado a 15 años, mientras que otro ex presidente, Roh Moo-Hyun, también implicado en un escándalo de corrupción, se suicidó. En Tailandia, Malasia e Indonesia hay situaciones parecidas.

Una de las sorpresas de todos estos derrocamientos es el reducido rol que han jugado los militares. En el pasado, los generales eran protagonistas centrales. Ya no. Ahora es la gente en la calle y los magistrados en los tribunales. El problema es que, a veces, la presión de la calle desborda a los jueces y los tribunales, en vez de hacer justicia, ceban la fiera matapolíticos.