(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alexander Huerta-Mercado

Desde lejos todo cobra mayor sentido. En el espacio exterior no se entiende que exista un norte o un sur, y nuestro planeta es solo un cuerpo celeste que forma parte del polvo cósmico, un punto bastante pequeño de color azul. Lo que definitivamente se puede entender es que la Tierra tiene una forma parecida a una esfera achatada, que puede dividirse en dos hemisferios. Casi en la unión de ambos hemisferios comienza el territorio que hoy definimos como .

Hace diez mil años este territorio estuvo poblado por ancestros de nuestros actuales camélidos andinos, megaterios que parecían perezosos gigantes, armadillos enormes, mastodontes y felinos con colmillos de más de veinte centímetros. En esos tiempos llegó para quedarse el ser humano, dedicándose a lo que nos hemos dedicado la mayor parte de nuestra existencia como especie: a la caza y la recolección. La narrativa oficial de esta época quedó bellamente plasmada en las cuevas de Toquepala, donde un artista, seguramente con autoridad sagrada, representó una cacería de guanacos en la que, de una manera genial, se abstrae el caos de la persecución.

Con el advenimiento de la agricultura, más o menos cinco mil años atrás, vinieron también sistemas de organización mucho más complejos, una mayor población y la necesidad de una infraestructura arquitectónica que hoy resulta deslumbrante. Algunos investigadores sostienen que la agricultura fue un error de los humanos, ya que generó más problemas de los que resolvió (como obligar a una necesidad de expansión y causar guerras, enfermedades y mayores demandas de supervivencia). En nuestro territorio, curiosamente, lo que generó fueron hegemonías regionales que estudiamos en el colegio como “culturas preincaicas”, siempre caracterizadas por el gobierno de grandes señores asociados al ámbito sagrado, un manejo económico óptimo de áreas geográficas difíciles y un legado artístico impresionante. Lo que nos queda en los museos también es un relato oficial: lo que el grupo de poder de cada hegemonía quiso legar y el uso que se hizo del arte para perennizar en piedra, metal, cerámica o telas los distintos conceptos de poder.

Luego llegó la gran hegemonía quechua, hacia el año 1400, el más grande imperio que vio el hemisferio sur. Más que un imperio, un conjunto de localidades unidas entre sí por un entramado que mantenía entrelazadas las áreas políticas, económicas y religiosas. El líder máximo era considerado un descendiente directo del Sol y nos costaría imaginar a cabalidad su poder. Se trataba de un señor del universo, como lo era el faraón egipcio, dueño también de la historia de su pueblo y de lo que venimos llamando relato oficial.

Los conquistadores vinieron justo en una época de crisis política incaica y por una zona de reciente conquista de los señores del Tawantinsuyo, rodeado de pueblos inconformes con la nueva hegemonía. La conquista enfrentó dos formas de guerra y trajo armas totalmente desconocidas para uno de los grupos. Se derramó sangre y la dominación fue total.

Si en la época de los incas ya había descontento, en la Colonia se gestaron las brechas actuales. La capital original se movió desde el Cusco hacia la costa desértica, se uniformizó a etnias que eran distintas bajo el nombre de “indios” y se generó una idea de subordinación, culpa y miedo que dio inicio a una etapa cruel en nuestra historia. Simplemente el mundo se puso de cabeza.

En este caso, la versión oficial fue construida no solo por la política sino por los cronistas, quienes en su mayoría tenían una agenda política y religiosa que les impedía objetividad pero que pudieron rescatar a su vez la historia oficial incaica. Uno de ellos, bastante conciliador, fue el Inca Garcilaso de la Vega, quien afirma en una dedicatoria lo que devendría la identidad peruana: “a los indios, mestizos y criollos del grande y riquísimo imperio del Perú, el Inca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y paisano, salud y felicidad”.

Durante la Colonia las propias crónicas de Garcilaso fueron prohibidas por su imagen idealizada del incanato, y consideradas subversivas luego de la revolución de Túpac Amaru II que comenzó a cimentar también una identidad local, con una característica que nos va a unir constantemente: somos una comunidad formada no por ser representados por un Estado, sino por estar constantemente opuestos al mismo.

Los Borbones no pudieron sostener sus colonias y se alzaron las propuestas libertarias de los criollos y la irrupción de generales y ejércitos en otras partes del continente que apoyaron nuestra independencia y nuestra reciente existencia como nación. La república se obtuvo en gran parte con victorias militares, por lo que el caudillismo estuvo presente en los primeros años de nuestra vida independiente. Tal vez por eso aún celebramos las de forma castrense a través de desfiles. Inmediatamente se hizo un esfuerzo por construir una nación a partir de narraciones que incluyeron la creación de símbolos patrios que todavía exhibimos, cantamos, observamos y recitamos desde la educación escolar. También se desarrolló un indigenismo romántico y legitimador que buscaba idealizar el Imperio Incaico, dejando de lado al poblador andino contemporáneo.

En teoría, con la independencia todos pasaron a ser iguales bajo el concepto de ciudadanía. Lo malo es que se trataba de un concepto tomado desde la perspectiva criolla y sugería la necesidad de adscribirse precisamente a los usos y costumbres de la ciudad, relegando las zonas rurales, algo que sigue ocurriendo hoy. A decir de Jorge Basadre: las estructuras sociales, sobre todo las jerarquías, quedaron intactas y generaron grupos dominantes pero no dirigentes o que fallaban en sus proyectos de construir nación.

Pero el Perú está en medio del mundo, no fuera de él. Desde aquí también se vivieron los cambios que causaron los procesos de descolonización global de los que el país fue protagonista, así como las transformaciones consecuentes de las grandes guerras del siglo XX y la irrupción de la revolución de las comunicaciones.

Las versiones oficiales dejaron de ser solo patrimonio del grupo que podía manejarlas y ahora estamos abiertos a nuevas perspectivas y cuestionamientos a diferentes formas tradicionales de poder. Hoy la historia no se escribe en espacios sagrados o institucionales, sino desde mosaicos hechos por audios interceptados, videos clandestinamente filmados o investigaciones periodísticas. De los muros chamánicos en las cuevas y en los templos de piedra hemos pasado a los muros de Internet. De las procesiones celebratorias a los dioses hegemónicos hemos pasado a las marchas de protesta. De héroes culturales cuya legitimidad era la de ser descendiente de dioses o ganadores de batallas hemos vuelto nuestra mirada hacia periodistas audaces y probos, activistas, y también hacia nosotros mismos como quienes escribimos juntos la historia. Muchos puntos de vista, bastante divergencia y agresividad, pero la esperanza y la lucha por una sociedad más justa que la actual persisten.

Estas Fiestas Patrias nos encuentran confundidos e indignados. Hemos pasado de la algarabía nacional que nos dio el fútbol a la confusión de ver una mafiosa ‘hermandad’ de jueces y políticos que descubre un velo de corrupción que ya parece cíclico en nuestra historia y que se mantendrá si no aprendemos a no solo leer pasivamente la historia oficial sino ser parte activa en ella. Desde cerca todo cobra mayor sentido también.