(Foto: Archivo El Comercio)
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Marco Sifuentes

Tal vez el momento más emocionante de la transición posdictadura ocurrió durante el mensaje a la nación de Valentín Paniagua. Después de diez años de soportar en el poder a un conjunto de devotos de la chaira como dialéctica, venía un presidente transitorio, el congresista menos votado de un Legislativo repleto de tránsfugas, y terminaba su discurso hablando de “enrumbar el país por la senda del progreso, haciendo que sea verdad el lema que acuñaron los próceres fundadores como promesa y apuesta para el futuro del Perú: ‘Firme y feliz por la unión’”.

Qué momento. Una reivindicación de los valores republicanos sobre los que se había escupido toda una década. El recordatorio de que existe un proyecto de nación basado en ideas tan puras, ilusionantes y sencillas como las de la felicidad o la unión. Quizás no es casualidad que este memorable mensaje no haya sido pronunciado –como el resto de discursos presidenciales– un 28 de julio, como hoy, sino un 22 de noviembre, una fecha cualquiera, aleatoria, dejada a las circunstancias, a trancas y barrancas, en medio de una convulsión histórica y con casi ninguna institución democrática en pie.

¿Qué queda de los mensajes a la nación que le sucedieron, estos sí, un día como hoy? Nada. O sí: todo lo contrario, la traición de esa promesa. Todos los presidentes que siguieron están o presos o prófugos o investigados. Incluido, por cierto, el actual, que también citó el lema republicano en su primer mensaje a la nación, ese que –¿ya nos olvidamos?– generó tantas expectativas y apoyo. Un año después, con la credibilidad de la clase política diezmada hasta niveles noventeros, cuando más necesitábamos un equivalente del Paniagua de la transición –alguien que creyera, por ejemplo, en la parte “firme” del lema republicano–, PPK se dedicó a demostrar que lo suyo era gerenciar, no presidir.

Por supuesto, la crisis de confianza no es exclusiva del ámbito político. Solo sucede que los políticos son más visibles porque están a la cabeza del país: es natural mirar a nuestros líderes en busca de ejemplo. ¿El resultado? Metástasis: la leche que no es leche o el dibujante famoso que nadie conoce solo le confirman al peruano que lo más sensato es vivir en guardia permanente, hasta en los asuntos más inocuos. La desconfianza –y sobre esto se han escrito ya ríos de bytes– provoca desde parálisis de inversiones hasta el caos del tránsito. Es la raíz del mal y, por cierto, una de nuestras principales características como sociedad. Un país de desconfiadas gentes.

La aspiración fundacional por la unión es imposible si nadie confía en nadie. No puedes ser uno con quien te clavará un puñal en la espalda. Pero tenemos que ganarnos esa confianza. Si existe un camino hacia la unión entre peruanos es este: ser merecedores de la confianza de otro peruano. Hoy más que nunca necesitamos que nuestros líderes nos den ese mensaje, pero con el ejemplo.