(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
Ignazio De Ferrari

La noche del 10 de abril del 2016 el mapa político del país era de color naranja. acababa de obtener el mejor resultado electoral en una primera vuelta desde el 2001 –casi el 40% de los votos– y su partido había alcanzado una aplastante mayoría legislativa. Esto se había logrado con un importante caudal de votos en todos los sectores socioeconómicos del país; es decir, con el apoyo de ricos y pobres. Como dos décadas atrás, el fujimorismo volvía a ser una coalición multiclasista.

Desde una perspectiva puramente partidista, el quinquenio habría sido un éxito para el fujimorismo si, tras la derrota en la segunda vuelta, hubiera logrado dos cosas: primero, que el país mantuviera cierto orden político y un nivel razonable de crecimiento económico que les permitiera heredar paz social y buen viento para gobernar desde el 2021. Y segundo, que lograran mantener viva la llama populista que ha alumbrado a este movimiento desde su concepción con el fin de sostener la hegemonía en los sectores populares. Ahí vino el gran problema: para lograr lo segundo, entendió que debía incendiar la pradera y hacer una oposición no solo frontal, sino también por momentos desleal con las reglas de la democracia liberal.

Dos años después ha quedado claro que el fujimorismo fracasó estrepitosamente en ambos frentes. Vivimos un clima de crispación permanente, y la economía sigue sin despegar entre tanta incertidumbre política. No está claro que el país que nos encontremos en el bicentenario sea mejor que el que recibimos en el 2016. Peor aun, los políticos siguen siendo detestados, y Keiko Fujimori encabeza la lista de desaprobación, cuando hace solo un año era la lideresa mejor valorada. Fuerza Popular ha dejado de ser una coalición multiclasista por el simple hecho de que en todos los segmentos sociales su apoyo ha colapsado.

Nunca como hoy el fujimorismo ha sido tan percibido como una fuerza del ‘establishment’. En realidad, podría decirse que, con la forma en la que han utilizado su inmenso poder para amasar más poder desde la institución más rechazada por la ciudadanía, el fujimorismo ha terminado por convertirse en “el establishment”. Pero si el partido estaba dispuesto a hacer esta conversión, se podría haber hecho de manera más inteligente. Ello pasaba por entender que con la mayoría absoluta, ‘Fuerza Popular’ y ‘Congreso’ se convertirían, para bien o para mal, en sinónimos. Ha sido para mal, pero existían alternativas. Se podría haber sido crítico con el gobierno sin bloquear la agenda del Ejecutivo. Se podría haber utilizado la plataforma parlamentaria para defender los intereses de las grandes mayorías en vez de los de minorías oscuras.

Las aflicciones del fujimorismo no deberían alegrar a nadie. Por más difícil que parezca, la política siempre puede producir aun más infortunios, y nunca se toca fondo del todo. Brasil, por ejemplo, pronto sabrá lo que es tener a la derecha más retrógrada en el poder. es un racista y misógino que admira a las peores dictaduras del continente. Pero más importante aun, es triste constatar, una vez más, que proyectos políticos multiclasistas, que podrían haber unido a las diferentes clases sociales de un país tan invertebrado, han fracasado tan claramente. El fujimorismo siempre ha tenido problemas gestionando el poder, ya sea el poder absoluto de los 90, o el Legislativo de hoy.

Detrás del derrumbamiento del proyecto naranja –que empezó a expresarse en las urnas el 7 de octubre– está nuestra incapacidad histórica de formar un proyecto multiclasista verdaderamente liberal. De alguna forma, el ppkausismo del 2016 intentó serlo, pero sus votos de la primera vuelta muestran cuán elitista era el proyecto. Solo como ilustración, en el distrito más rico del país –San Isidro– Pedro Pablo Kuczynski obtuvo el 65% de los votos, mientras que en el más pobre –Curgos, en La Libertad– solo alcanzó el 5,7%. El mendocismo, que buscó renovar el progresismo –quizá sin llegar del todo a ser una izquierda liberal– experimentó lo opuesto. Le fue bien en las zonas más pobres, y mal en las más ricas. Ambos fueron proyectos inconclusos, fragmentados. El fujimorismo era potencialmente distinto pero desaprovechó la oportunidad.

En el Perú, los políticos nunca terminan de morir. Y en el país del mal menor, Keiko Fujimori podría volver a tener opciones electorales. Lo que parece más claro es que la fuerza política que ella ayudó a construir no volverá a recuperar su posición dominante. Entonces, a puertas del bicentenario, las preguntas de siempre siguen más vigentes que nunca: en la república de todas las sangres, ¿es posible construir un proyecto que nos incluya a todos? ¿Y se puede hacer desde la defensa absoluta de la democracia? ¿O es que estamos condenados a tener derechas populares autoritarias, liberalismo para las élites y una izquierda anclada en un país que ya no existe?