(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).

Cuando uno lee en la encuesta de Ipsos que seis de cada diez peruanos están de acuerdo con el a , se pregunta dónde están esos que lo apoyan. Evidentemente, no marchando en la plaza San Martín ni escribiendo tuits. Se trata de una población silenciosa, indiferente a la política en su mayor parte y que solo se manifiesta esporádicamente, como con ocasión de las elecciones de concurrencia obligatoria. El grupo opuesto, aunque menor en número, es en cambio mucho más activo, movilizable y capaz de expresarse políticamente. Publican manifiestos, difunden mensajes en redes sociales y, gracias a su mayor educación y contactos, comunican al mundo exterior sus argumentos con eficacia.

El indulto a Alberto Fujimori era una papa caliente para cualquier gobierno, aunque al mismo tiempo una herramienta útil en caso de emergencia. Puesto en la situación límite de la vacancia, el presidente optó por romper el vidrio y sacar el hacha para liberar al prisionero. Algún analista definió la prisión de Alberto Fujimori como una bomba de tiempo, cuya amenaza iba in crescendo conforme el tictac del reloj seguía su curso.

Fuese porque eso lo convertiría en un mártir, o porque chocaba contra los sentimientos de humanidad de la mayoría, se formó entre muchos peruanos un consenso en torno a que el ex presidente no debía morir en prisión; incluso, que nadie debía morir en prisión, como lo dijo públicamente el presidente durante su gobierno. Un consenso que no era unánime, desde luego, ya que calificados abogados y periodistas sostienen que quienes cometieron crímenes “de lesa humanidad” deben morir, con asistencia médica pero en condición de prisioneros; como acabaron sus días el general Videla en Argentina o Rudolf Hess en Alemania. En el caso de Fujimori, algunos incluso criticaron que purgase su condena en una “cárcel dorada” y no en una prisión común.

Pero en un país de tradición presidencialista como el nuestro, así como vacar al jefe de Estado podía resultar traumático, como se dijo en estos días, también lo fue sentar a uno en el banquillo de los acusados y mandarlo a la cárcel por un cuarto de siglo. Más todavía cuando este había sido elegido presidente tres veces, había ostentado records históricos de popularidad y una parte significativa de la población le reconocía una serie de “logros” importantes para la vida cotidiana, como la derrota del terrorismo o el fin de la hiperinflación. Para una parte de la población la condena a Fujimori echó un manto de ilegitimidad sobre el sistema político, difundiendo la sensación de que la vara de la justicia no trataba por igual a todos los ex presidentes.

Desde mucho antes de su elección en el 2016, Pedro Pablo Kuczynski había dado señales de que él estaba por un indulto al ex mandatario. Para la segunda vuelta de las elecciones del 2011 se puso sin ambages del lado de la candidatura de , resaltando la herencia positiva del gobierno de su padre; entre los empresarios como él fue más o menos evidente que la sentencia contra Fujimori les supo a chicharrón de sebo; y desde que comenzó su gobierno no desaprovechó ocasión para referirse al tema del indulto de manera favorable. Cierto fue, sin embargo, que para ganar la segunda vuelta del 2016 fue arrimado por la coalición antifujimorista a una posición antiindulto y debió manifestarse públicamente en ese sentido. Pero siempre dejando en claro que le daría luz verde en caso de una grave crisis de salud del ex mandatario. ¿Fue realmente este el caso? Quienes tienen que decirlo son los médicos, pero en esta coyuntura parecía casi imposible dar con unos galenos “objetivos”. Lo evidente fue, en cambio, que el sector opuesto a un indulto que no fuera de extremaunción, no tenía el 21 de diciembre los votos necesarios para salvar de la vacancia al mandatario.

Sin pretender discutir el lado jurídico de la sentencia contra Fujimori, pienso que esta fue excesiva dado el contexto de violencia política e inestabilidad en que ocurrieron los delitos, y su edad. Nadie duda de que lo ideal hubiera sido combatir al terrorismo con la legalidad y sin escuadrones de la muerte, formales o informales, pero en el contexto de fragilidad institucional del Perú de hace un cuarto de siglo, no estoy seguro de que la presidencia tuviera el control real de todos los efectivos armados.

Condenar a quien abusó de su poder y permitió que ocurrieran víctimas mortales fue correcto como una señal de enmienda del rumbo seguido hasta entonces por la república, pero aplicar carcelería de 25 años a un hombre que entonces tenía 68 fue armar una bomba de tiempo. Recuerdo que dictada la sentencia, un analista como Carlos Basombrío escribió en una columna en “Perú21” sobre las posibilidades de un indulto humanitario: “Si realmente Fujimori está enfermo, aún cuando no sea de muerte inmediata, se justifica”. Quien fuera presidente del Congreso en el gobierno de Paniagua, Henry Pease, opinó respecto de la prisión del ex presidente que podría darse una norma que determine que cumplidos los 75 u 80 años los internos pasen a prisión domiciliaria. En ese momento Fujimori debía tener unos 70 años.

Mirando las cosas con ánimo positivo, creo que el indulto a Fujimori elimina un elemento de distorsión de la política peruana. Repito, no es que ponga en entredicho la legalidad de la sentencia ni soy abogado para ello, pero el juego político de la última década estuvo sin duda marcado por la prisión de la Diroes. ¿Qué explica que el fujimorismo pasara del 1,7% de votación en el 2001 al 23% del 2011 y al 40% del 2016? Ciertamente, mucho se debió al hecho de que Carlos Boloña fuera reemplazado como candidato por Keiko Fujimori y al trabajo organizativo y político de esta, pero intuyo que también hubo en dicho crecimiento una reacción del electorado frente a lo que consideraron un trato excesivo o desigual de la justicia y de la política. Esto no significa que indultado el ex mandatario el fujimorismo se desinfle electoralmente. Es un resultado posible, pero dependerá de lo que los actores políticos hagan en adelante, ya sin distorsiones en la cancha.