El futuro no existía, por Renato Cisneros
El futuro no existía, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

En 1991, año del lanzamiento de Nevermind, de Nirvana, terminé la secundaria con la incertidumbre propia de quien no sabe a qué diablos va a dedicarse. Pronto me daría cuenta de que en mi barrio varios amigos se encontraban en la misma encrucijada. No lo verbalizaban, pero la mayoría evitaba hablar de carreras, profesiones o alternativas. Nadie sabía bien qué cosa quería ser. Por momentos daban ganas de no ser nada. Nuestros hermanos mayores habían ingresado a la universidad o decidido su camino muy pronto, convirtiéndose en modelos a seguir, con el pequeño detalle de que a nosotros no nos interesaba seguirlos.

Pasar del cobijo escolar al limbo de las academias preparatorias sin una vocación definida entre las manos representaba un salto al vacío. Y aunque vacilábamos, igual hubo que saltar, forzados por unos padres demasiado pragmáticos como para comprender nuestra confusión. Supongo que no era culpa suya. Deseábamos estabilidad, pero no hacíamos absolutamente nada por conseguirla. Queríamos crecer, pero no madurar. Buscábamos una salida, pero no teníamos claro de dónde ni para qué queríamos salir. Era frustrante.

Lo que más recuerdo de esa época es a mis amigos tocando canciones de Nirvana. Alguien se apareció una tarde por el parque donde nos reuníamos trayendo el Nevermind en la mochila. La portada nos hipnotizó. De algún modo todos nos sentíamos como ese recién nacido buceando en una piscina detrás del billete de un dólar: desnudos, bajo presión, con urgencia de que alguien nos tirara un anzuelo y con necesidad de dinero, aunque no tuviéramos una idea exacta de lo que haríamos con él aparte de comprar cigarros y botellas de Pampero.

Además de la foto, estaba el título del disco, por supuesto. Tan directo. Tan representativo. Nevermind. No importa. ¿Podía haber una frase que sintetizara mejor lo que sentíamos acerca de ese futuro del que tanto hablaban los adultos, ese mañana que existía en algún lado pero no alcanzábamos a divisar?

Aunque uno no se volviera fanático de Nirvana, su presencia era inevitable. Estaba allí, todo el tiempo, impregnándose. Era un fenómeno no solo musical, sino social, atmosférico, y su líder, Kurt Cobain, proyectaba una oscuridad poderosa, casi irresistible entre cierta gente de mi generación. En cuestión de semanas mis amigos del barrio pasaron de ser chiquillos de aspecto calmado, diría incluso conservador, a vestirse y actuar como Cobain. Dejaron de cortarse el pelo (uno, Miguel, hasta dejó de lavárselo durante días para adquirir una consistencia más grunge), compraron muchas camisas a cuadros y rompieron sus jeans haciéndoles agujeros a la altura de las rodillas. Por no quedarme atrás intenté asimilarme a esa moda, pero a mi padre le interesaba muy poco quién era Kurt Cobain y, apenas notó una insinuación de rebeldía capilar de mi parte, amenazó con llevarme él mismo de una oreja al peluquero de la Escuela Militar de Chorrillos.

Hubo un periodo que podría fijar entre el 92 y el 93 en que pasábamos casi todas las tardes en un sótano infestado de humo. En esa época era preferible encerrarse que salir a la calle. En aquel lugar había muebles, una mesa de billar, ceniceros, plantas muertas botellas y revistas porno. No estudiábamos, tampoco conversábamos mucho. Mis patas cogían sus guitarras, cerraban los ojos y rasgaban con ímpetu hasta sacar de a pocos los acordes de Smells Like Teen Spirit, Lithium o Come As You Are. A su lado, los que no tocábamos nos dejábamos envenenar por esas canciones depresivas pero furiosas, descifrando sus letras en inglés y aprendiéndolas de memoria, no para cantarlas en las fiestas (donde nunca las pasaban), sino para gritarlas después, a solas, porque eso hacían las canciones de Nirvana: daban ganas de gritar, de protestar por lo que (no) nos había tocado, de sacar al exterior la violencia acumulada durante esos años en los que, en nuestro barrio y más allá, nadie daba un centavo por nadie.

Esta columna fue publicada el 18 de febrero del 2017 en la revista Somos.