"Nadie duda de que las mujeres deben asumir plenamente el control de su fertilidad y que para eso está la tecnología y las políticas de salud pública". (Ilustración: Rolando Pinillos)
"Nadie duda de que las mujeres deben asumir plenamente el control de su fertilidad y que para eso está la tecnología y las políticas de salud pública". (Ilustración: Rolando Pinillos)
Francesca Denegri

Un trabajo de investigación serio en cualquier tema es fruto del diálogo sostenido con voces divergentes, entre ellas las articuladas en fuentes bibliográficas y en data recogida en el trabajo de campo o de archivo por otros investigadores. Cuantas más voces disonantes se incluyan en el diálogo, más cerca se estará de la verdad que se busca.

En “La verdad de una mentira”, María Cecilia Villegas cita informes y documentos del Banco Mundial, además de artículos de revistas académicas de desarrollo que validan su verdad, pero evita dialogar con trabajos de investigación que la pongan en entredicho. Brilla por su ausencia además el diálogo con quienes en principio tendrían que ser interlocutoras de peso: las mujeres esterilizadas. Que su trabajo tenga un enfoque cuantitativo no la exonera de este trámite.

Su tesis es que el Programa Nacional de Salud Reproductiva y Planificación Familiar del segundo gobierno de Fujimori fue adecuado porque puso al alcance de todas las mujeres peruanas sin distinción de clase o raza las herramientas necesarias para decidir libremente cuántos hijos querían tener, a la vez que contribuía a reducir la pobreza. Si la autora se hubiera animado a incluir otras fuentes que las ya mencionadas, habría descubierto las otras verdades que no quiere ver. Por ejemplo, que tal política fue diseñada para darle la capacidad de decisión y el control de su fertilidad a las mujeres más pobres, sí, pero siempre y cuando ellas coincidieran con el propósito del gobierno, que era evitar que tuvieran más hijos. A las que no coincidieran con ese objetivo había que someterlas cuanto antes. Así de crudo era el mandato. Citar en el epígrafe fragmentos de testimonios seleccionados cuidadosamente para abonar a su causa y escamotear el sentido verdadero de la mayoría de testimonios resulta por ello cuestionable. Ya que la autora prioriza la investigación cuantitativa, habría que preguntarle cuántas mujeres en el Perú, por más pobres que sean, cree ella que dirían “cuando estamos solas vamos alegres, cuando tenemos hijos ya no, porque no nos alcanza la plata para comer” como reza el fragmento que encabeza su libro.

Nadie duda de que las mujeres deben asumir plenamente el control de su fertilidad y que para eso está la tecnología y las políticas de salud pública. El problema es que hay hartas pruebas de que el mandato de los médicos fue poner la tecnología al servicio de las metas y cuotas impuestas por el Minsa antes que al derecho de decisión de las mujeres. Sobornar, amedrentar, acosar, engañar, todo era válido para llegar a la meta cuanto antes en una época de gran inestabilidad laboral para los profesionales de la salud. De eso dan cuenta comunicados, oficios, cartas, fotos, entrevistas y testimonios que investigadores sólidos como Tamayo, Ewig, Boelsten, Gianella y Ballón, entre otros, han puesto al alcance del público. Ignorar el cerro de fuentes cualitativas disponibles en nombre del dato cuantitativo empobrece seriamente la argumentación del libro.

Sostener por todo ello que la historia de las esterilizaciones forzadas no es más que un mito, una ficción y una leyenda fabricada por izquierdistas y feministas en su afán de salvar el pellejo cuando el barco en el que estaban hacía agua, es reescribir la historia y tergiversar la memoria colectiva con fines ajenos a la verdad. Reiterar que los miles de casos documentados de esterilizaciones forzadas fueron responsabilidad individual de los médicos y no de la política de control de la natalidad implementada con mano de hierro por el gobierno de Fujimori es darnos gato por liebre.

Lo que hay detrás de ese gato es materia de discusión, pero hay harto indicio de que se podría tratar de un intento más por allanar el camino a Palacio de quien fue la primera dama en la época de marras, o quién sabe de su hermano menor. De lo que no hay duda es de que el libro está escrito con un lenguaje que pretende esconder antes que buscar la verdad, y que asume que su público lector es incapaz de ver la diferencia que hay entre un gato y una liebre.