¿Por qué yo no?, por Gonzalo Portocarrero
¿Por qué yo no?, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

A través de los juicios morales calificamos como “buena” o “mala” una acción o a una persona. A veces nos dejamos llevar por la idea de que la persona que ha cometido una mala acción es intrínsecamente mala, “satánica”. No habría para ella corrección ni futuro ni perdón. Por consiguiente, se justificaría eliminar a esa persona. De otra manera, volverá a lo mismo y perjudicará a más gente. Esta es la posición implícita de muchas de las personas que encabezan la llamada “justicia popular”, esa que puede terminar en los linchamientos y en el asesinato de personas cuyo grado de culpabilidad no se conoce en realidad. En estos casos, la satanización o demonización del otro supone, entre quienes los enjuician, la existencia previa de miedo y odio, y junto a estos sentimientos, la tendencia a sobresimplificar, a percibir la realidad del mundo en blanco o negro. Entonces, quien así siente y piensa se incapacita para reparar en los hechos que no cuadran en su visión de las cosas. El deseo de un orden categórico en el que solo haya buenos-buenos y malos-malos termina por fomentar una violencia indiscriminada. 

La tendencia a calificar a los demás con juicios categóricos e inapelables es propia de una mentalidad autoritaria, de una forma de pensar que se nutre de la rabia y que produce una reducción de la inteligencia, de la capacidad de apreciar la complejidad del mundo y la vida. La propia dinámica que funciona en la satanización obra también en la idealización que es un fenómeno simétricamente opuesto, ya que en este caso la deshumanización del otro implica la existencia de una gran necesidad de admirar de modo que a ese otro seductor se le considera poco menos que una encarnación de lo perfecto. Nuevamente la cerrazón triunfa sobre la apertura, hace enmudecer ese diálogo interior que impulsa al pensamiento propio, ese que elaboramos por nuestra cuenta y riesgo. 

La satanización y la idealización son como dos caras de la misma moneda, pues ambas actitudes tienen sus raíces en modos de pensar dominados por los sentimientos y no cuestionados por la razón. En los evangelios, estas reacciones son criticadas por Jesús, quien certeramente demanda que antes de descalificar y condenar a los otros hagamos un examen de conciencia, no vaya a ser que veamos la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el nuestro. Cultivar un sentido de justicia supone tomar distancia de nuestras emociones inmediatas y estar abiertos a toda la evidencia disponible. No hay que dejarse llevar por el entusiasmo del linchamiento. 

Pero el desarrollo de un sentido de justicia no implica hacerse de la vista gorda frente al mal. Adoptar, por ejemplo, una posición relativista que, en nombre de la dificultad de las circunstancias por las que alguien ha pasado, lo exculpe de sus transgresiones. El famoso borrón y cuenta nueva. Es curioso, pero en el Perú de nuestros días nos movemos entre el linchamiento para los criminales de la calle y la demanda de comprensión y tolerancia para los delincuentes amparados por el poder. Esta vacilación entre la tolerancia para algunos y la severidad para los otros pone de manifiesto lo profundamente jerarquizada e inconsecuente que es nuestra sociedad. Los delitos no se miden con la misma vara. Y esta situación se presta a reflexiones como las de cuando rechaza responder las preguntas de la comisión investigadora presidida por la congresista : “Si Nadine Heredia y están libres, ¿por qué yo no?”.

Tendríamos que sentir vergüenza, pues con tal de que no se toquen nuestros intereses nos gana la indiferencia. Entonces no salimos de la inconsecuencia de condenar severamente a aquellos que no tienen recursos y nos perjudican, pero al mismo tiempo disculpar a los poderosos, olvidando sus transgresiones en aras de los beneficios que podríamos recibir de su acción de gobierno. El poder no debería distorsionar la acción de la justicia, pero las cosas no ocurren así en nuestro país. Por eso, la pregunta de Oropeza genera mucho eco: revela el efecto distorsionador que el poder tiene sobre la justicia. Entonces si los políticos quedan impunes pese a ser corruptos, por qué los delincuentes tendrían que ser sancionados. Si no hay autoridad moral, nadie tendría por qué ser juzgado, insinúa Oropeza.