Por unanimidad, el pleno del Congreso acordó solicitar al presidente Martín Vizcarra que pida a España que expulse a César Hinostroza. (Foto: El Comercio)
Por unanimidad, el pleno del Congreso acordó solicitar al presidente Martín Vizcarra que pida a España que expulse a César Hinostroza. (Foto: El Comercio)
Carmen McEvoy

“Una nueva orden de extrañamiento ha venido a extinguir el último resto de esperanza que me quedaba de permanecer en mi patria”. Con estas sentidas palabras Domingo Nieto dio inicio a la misiva dirigida al general Agustín Gamarra para detener su deportación. La inflexibilidad de Gamarra –quien finalmente eliminó a Nieto del escalafón militar antes de embarcarlo con rumbo a Ecuador– empujó al futuro presidente del gobierno provisorio a plantear una pregunta fundamental: ¿Cómo era que el “grandioso proyecto de restituir al Perú sus goces, honores y derechos” (en Ayacucho) podía colocar a uno de sus hijos en “la silla más eminente del Estado y al otro en la necesidad de mendigar un miserable rincón de la misericordia extranjera”?

El período que corre entre 1834 y 1844 ha sido considerado por Jorge Basadre como uno de desorden político generalizado (“anarquía”), aunque, también, de movilidad social en el seno del ejército de linea además del miliciano, que jugó un rol fundamental en el diseño de la política nacional. El conflicto armado donde participan facciones cívico-militares, movilizadas a lo largo y ancho del país, con al menos dos constituciones y un sinnúmero de motines puede ser visto como la primera “guerra total” posindependencia. La “guerra de los diez años”, iniciada a raíz del intento del general Gamarra de imponer a su sucesor en las elecciones presidenciales de 1833, terminó por pulverizar las viejas lealtades forjadas en Ayacucho e incrementar la politización de los militares, la cual venía de antaño.

Una disputa por una sucesión presidencial se transnacionalizó, sembrando la destrucción a lo largo y ancho del Perú. Más aún uno de los bandos en pugna incluso promovió la primera invasión chilena a nuestro territorio, como respuesta al pedido de apoyo militar a Bolivia, por parte de la facción enemiga. En medio de una escalada que atentó contra la integridad de la república, el Callao perdió su hegemonía en el Pacífico Sur, cediendo su lugar a Valparaíso. Y aquí cabría recordar que la guerra no es un mero instrumento de uso político racional, debido a que en su transcurso va generando odios que pueden llevar, por lo incierto del proceso que origina, a la destrucción del sistema político, e incluso económico, de donde ella emerge. Ahora bien, si no todas las confrontaciones bélicas se transforman en guerras absolutas es porque, en la práctica, intervienen numerosos factores que generan “fricción” y entorpecen la escalada hacia el uso total de la fuerza. Dentro de ese contexto, Carl von Clausewitz sostiene que, bajo condiciones normales, la racionalidad del Estado termina siempre por imponerse sobre los acontecimientos, de modo que el “objetivo político” de la guerra evite que las hostilidades se salgan de proporción y destruyan a los contendores. Entre 1834 y 1844 ello no ocurrió en el Perú y más bien dos de los enemigos jurados, Nieto y Gamarra, fueron destruidos por las fuerzas que ellos mismos desencadenaron.

¿Qué ocurrió durante el período de la posguerra que recayó en manos del bando triunfante, liderado por Ramón Castilla? Los sobrevivientes de “la guerra maldita”, como la denominó Nieto, conformaron la red de prefectos con los que el general tarapaqueño y sus aliados gobernaron el Perú, hasta que el modelo de “apaciguamiento nacional” colapsó en 1872. El fabuloso recurso del guano –ni más ni menos que 500 millones de dólares de la época– sirvió como sustento para la consolidación del Estado patrimonialista que favoreció el surgimiento de una cultura electoral sumamente peculiar. En la misma se logró combinar los movimientos tácticos de la guerra de los diez años, en especial la eliminación sin piedad del rival político, con la compra del voto a través de dinero contante y sonante provisto por la riqueza guanera. En esa fórmula, inaugurada por el general Echenique en las elecciones de 1850, se convalidó no solo el pandillaje matonesco contra el candidato-enemigo sino el uso del dinero como mecanismo para acceder al poder. Así, la fantasía, la fanfarria y los balazos y pedradas sustituyeron a las ideas, los proyectos y al sueño de la primera república.

A tres años de nuestro bicentenario estamos en medio de una suerte de guerra total –obviamente sin balas– nacida de un proceso electoral muy disputado. Porque si se toma en consideración la guerra de guerrillas que ocurre hoy en las redes, además de las estrategias, de todo calibre que se utilizan para eliminar al “enemigo” el escalamiento va llegando a un punto de no retorno. La participación de los tres poderes del Estado, además de la inédita lucha contra la corrupción liderada por el Ejecutivo, permite afirmar que nos enfrentamos a viejos temas republicanos, entre ellos la ineludible institucionalización. Lo que celebro en esta oportunidad es el surgimiento de una ciudadanía que va entendiendo perfectamente lo que está en juego. Confío en la fuerza imbatible del Perú y hago votos porque encuentre pacíficamente su camino, con justicia y honestidad. Porque la república, defendida por cientos de peruanos en las calles de Lima en el invierno de 1822, nació como respuesta a la imposición de un sistema dinástico que, como ha ocurrido a lo largo de la historia, siempre ha luchado por mantener sus privilegios con todas las armas a su disposición.