(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Cuando yo era niño, estaba por todos lados. Durante los ochenta, reinaba en las universidades, donde incluso los ingenieros agrónomos estudiaban sus ideas. En la música, donde la nueva trova loaba sus valores. Y por supuesto, en el gobierno de países muy poderosos, como y , o muy cercanos al nuestro, como , que ponían a prueba sus ideas desde el poder. Por no hablar de las guerrillas, desde las FARC hasta Sendero Luminoso, que defendían la revolución violenta y la abolición de la propiedad privada como métodos exclusivos para acabar con las injusticias del capitalismo. Hasta fines de esa década, la caída del orden establecido parecía solo cuestión de tiempo.

El sábado pasado, Marx cumplió 200 años en un mundo muy diferente. Hoy, los regímenes que reivindican inspiración marxista son pocos y nada inspiradores. Rusia y China mantuvieron el autoritarismo comunista, pero abrazaron la economía de mercado. De los pequeños clásicos, parece un chiste de mal gusto. ha acabado por acercarse a para paliar su penuria económica. Los de última generación, como , solo han conseguido vivir peor: en los noventa, el Estado petrolero venezolano exigía visado a los viajeros peruanos, para contener la inmigración. Tras dos décadas de retórica sobre los pobres, los de ese país huyen a buscar trabajo masivamente en el Perú.

El fracaso de sus herederos más vociferantes ha convertido a Marx en un sinónimo de tiranía, maldad y simple estupidez. Sin embargo, solemos olvidar cuánto le deben los otros, los exitosos, los del capitalismo del bienestar, que prefieren hablar poco del abuelo.

El escritor y disidente checo Milan Kundera solía recordar que, bajo el yugo soviético, los obreros de su país vivían peor que los de la capitalista Francia. No obstante, fue precisamente el miedo de las élites francesas a acabar como Checoslovaquia lo que mejoró sus condiciones de vida.

El punto de giro ocurrió en las revueltas de Mayo del 68, que reunieron a estudiantes y sindicatos. Los primeros pusieron la semilla de los movimientos feministas y LGBTIQ del siglo XXI. Los segundos, más prácticos, pactaron una subida de salarios. Este mayo también celebramos medio siglo de esas protestas, que representaron para Occidente un hito cultural, una prueba de la posibilidad de cambio social... Sin tocar el marco económico.

El 68 marcó la partitura de Europa y América. Marx pensaba que la revolución triunfaría en primer lugar en la industrializada Inglaterra. Hoy, ahí sigue reinando una monarquía capaz de convivir perfectamente con el laborismo (y hasta el punk) de los setenta. Marxista era en su germen el socialismo de la transición española, y los partidos comunistas de Italia y Francia, hasta que comprendieron que sus objetivos resultaban más viables en las democracias de mercado que en la dictadura del proletariado. El apacible ex presidente chileno Ricardo Lagos se licenció con una tesis sobre la concentración de la riqueza, impensable sin la influencia de Marx. El uruguayo José Mujica peleaba en una guerrilla cinco décadas antes de ser elogiado por “The Economist”.

Ninguno de ellos renunció a la crítica original de que era necesario un sistema económico más justo y humano. Simplemente, aceptaron reformar el que tenían en vez de volarlo en pedazos. Al final, terminaron construyendo países más prósperos y libres que sus camaradas más intransigentes.

Quién iba a decirle a Marx que terminaría ayudando a perfeccionar el capitalismo. Y quién iba a decirles a sus más acérrimos defensores que se estaban quedando justo con la peor parte.