El cortejo fúnebre de Alan García tuvo como parada final el camposanto de Huachipa para la ceremonia de cremación de sus restos. (Foto: GEC)
El cortejo fúnebre de Alan García tuvo como parada final el camposanto de Huachipa para la ceremonia de cremación de sus restos. (Foto: GEC)
Federico Salazar

Alan García no sufrió una “persecución fascista”, como dijo Mauricio Mulder. Mulder estaba muy afectado emocionalmente por la muerte de su amigo y líder, y podemos entender eso.

Otros sin tanta cercanía, sin embargo, se han sumado a esta calificación. Entienden el acto fatal como “acto de dignidad”, “acto de coraje” o de rebelión contra la injusticia.

“No creo que haya sido un suicidio, sino un asesinato como respuesta a la presión de algunos sectores”, ha dicho, en el extremo, Rafael Rey (“Expreso”, 20/4/19, p. 13).

Con pena, y hasta dolor por una muerte innecesaria como esta, no podemos, sin embargo, dejar pasar estos criterios.

El proceso anticorrupción no se constituye en persecución fascista. Solo alguien que ignora lo que fue el fascismo puede hacer ese paralelo.

En la casa del extinto presidente hubo un fiscal que mostró una orden judicial. No hubo descerraje, forcejeo ni agresión de las autoridades.

Hay que lamentar, más bien, que no se vigilara más estrechamente al detenido. Hay que investigar esa omisión y sancionarla duramente de hallarse responsabilidad.

De haber sido estrictos, Alan García estaría vivo. Una vida, la de todo ser humano, es irreemplazable.

En un régimen fascista no se hubiera permitido cobertura periodística. No se podría haber dicho nada a través de las redes sociales. El detenido no habría contado con la posibilidad de llamar a su abogado.

Alan García toma esta decisión no para hacer cumplir la ley, sino para que no se cumpla una orden que él cree injusta.

Sócrates, personaje de la filosofía, se suicida por lo contrario. Obedece una orden injusta. Decide tomar la cicuta porque, según la ficción platónica, enseñó siempre que debía respetarse la ley y no podía desobedecerla para favorecerse.

En una carta leída en su velorio, el desaparecido presidente se expresa sobre las acusaciones en su contra. Lo “criminalizaron”, señala, más de treinta años y “jamás encontraron nada y los derroté nuevamente porque nunca encontrarán más que sus especulaciones y frustraciones”.

Un amigo le habría dicho: “La única forma de parar esas especulaciones es defender tu inocencia frente a un juez”.

No es cierto que a Alan García lo “criminalizaran”. Tuvo acusaciones, con fundamento, de las que se salvó por prescripción. Luego de su primer gobierno, sí se demostró desbalance patrimonial.

No se puede aceptar por respuesta: “Los jueces no son confiables y no debemos obedecer lo que dictan”. Si lo hacemos, se cae lo poco de civilización que conservamos. Nadie haría caso a la justicia, todo se resolvería de manera arbitraria.

He criticado algunas resoluciones de detención del proceso anticorrupción. Sin embargo, no creo que se pueda decir que el proceso está viciado y que hay un “contubernio entre la mafia judicial con los improvisados del gobierno y el cártel mediático”, como ha dicho Alfredo Barnechea.

Los excesos –que los hay– son excesos de uno u otro juez, en uno u otro caso. La fiscalía debe perseguir a quien cree imputable. Esa es su tarea. La del juez debe ser distinta. Debe ser la de aquilatar los argumentos.

Hay detenciones preliminares que se convirtieron en prisiones preventivas sin fundamento, en mi modesta opinión. Al margen de la inocencia o culpabilidad de los detenidos, se ha perdido rigor al dictarse medidas procesales.

En el caso de Alan García, en cambio, había un fundamento que no hubo en otros casos. Él pidió un asilo político, que no le fue otorgado, porque el Gobierno de Uruguay no consideró que hubiera persecución política.

En su caso, más que en otros, los fiscales y el juez podían sustentar el riesgo procesal.

Hubiéramos preferido que Alan García enfrentara lo que consideraba una injusticia de otra manera. No tanto por el proceso, sino porque él estaría vivo.

No creo que la historia, ni el orgullo ni el desprecio a los adversarios sean valores superiores a la vida. La escala de valores, sin embargo, pertenece a cada uno y cada uno debe responder a ella.

Nos queda respetar la decisión grave, gravísima, de Alan García. Que hablemos de esta decisión fue también parte de su última voluntad.