El debate está abierto. (Ilustración: Víctor Aguilar/El Comercio)
El debate está abierto. (Ilustración: Víctor Aguilar/El Comercio)

A las crisis políticas les han sucedido momentos de transición, canalizados por reformas políticas, muchas de ellas de trascendencia. Esto ocurrió, por ejemplo, en 1931, en 1963, en 1978-1980 y en el 2001. Este puede ser el año que se sume a los anteriores. La reforma política de 1931 es una de ellas. Su impacto produjo cambios significativos en el derecho y en el sistema electoral que comprometieron a las siguientes tres décadas.

Luego de la caída de Augusto B. Leguía se sucedieron una serie de gobiernos de corta duración, hasta que se estableció la Junta Nacional de Gobierno, encabezada por David Samanez Ocampo, que convocó a elecciones presidenciales y a un Congreso Constituyente para el 11 de octubre de 1931. Este gobierno de transición dictó dos medidas trascendentes: la reforma económica y la electoral.

Esta última se vio reflejada en el Decreto Ley 7177 (conocido como el estatuto electoral de 1931), emitido con miras a las elecciones de octubre. Para conseguirlo, la Junta Nacional de Gobierno nombró a una comisión especial encargada de elaborar una propuesta de reforma electoral, compuesta por intelectuales muy jóvenes como Luis Alberto Sánchez, Jorge Basadre, Alberto Arca Parró, Carlos Manuel Cox (todos estos alrededor de los 30 años), además de César Antonio Ugarte, Luis E. Valcárcel, Federico More y Carlos Enrique Telaya. Figuras que, posteriormente, serían relevantes en la política y en la cultura de nuestro país. La comisión funcionó en la Biblioteca de la Universidad de San Marcos, elaborando entre marzo y mayo de 1931 el anteproyecto de estatuto electoral.

Se trató de revertir cuestionados procesos electorales que se remontaban desde el siglo XIX. La propuesta estableció, entre sus principales modificaciones, una Cámara de Diputados de 145 miembros. Si el cuerpo electoral era de poco menos de 400 mil, teníamos una relación de un diputado por cada 2.758 electores. Para comparar con nuestro Parlamento actual de 130 congresistas (15 menos que el de 1931), la relación es de un congresista por cada 177 mil electores. La subrepresentación actual es incuestionable. La elección de los diputados se estableció por departamentos y bajo el método de lista incompleta para garantizar la participación de las minorías (115 de mayoría y 30 de minoría). No era estrictamente un sistema proporcional, pero cumplía el propósito de limitar el poder del ganador.

De la misma manera, se eliminó el sufragio censitario, por lo que se pudo obtener la ciudadanía sin la limitación económica propia del siglo anterior. Se estableció el sufragio para los hombres alfabetos mayores de 21 años. Se amplió el sufragio, pero de manera limitada. La gran mayoría del país, mujeres y analfabetos, estaban excluidos de la ciudadanía y del derecho al voto.

El estatuto electoral creó también el Jurado Nacional de Elecciones como organismo electoral, encargado de la administración y la justicia electoral, funciones que antes comprometía al Ejecutivo y al Legislativo y que tantos problemas provocaba en los procesos electorales. Se dio inicio a lo que más tarde serían los organismos electorales constitucionalmente autónomos. A ello se añade el hecho de que, en adelante, el escrutinio que se realizaba en las mesas se realizaría en los jurados departamentales. Con ello, se consiguió alejar a las turbas, recuerda Jorge Basadre, que violentaban la jornada electoral.

Finalmente, y no menos importante, se creó el registro electoral, encabezado por Alberto Arca Parró –que más tarde organizó el censo nacional–, como un organismo técnico que produjo un moderno padrón centralizado. La reforma política canalizó así una serie de medidas que serían importantes para la mejora institucional del país. De eso se tratan las reformas.

*El autor es ex presidente de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política.