El congresistas Victor Andrés García Belaunde entregó ayer al Archivo General de la Nación dos documentos que habrían sido sustraídos (Foto: Difusión).
El congresistas Victor Andrés García Belaunde entregó ayer al Archivo General de la Nación dos documentos que habrían sido sustraídos (Foto: Difusión).
Carmen McEvoy

La buena noticia es que el ministro de Cultura ha confirmado la construcción del nuevo local del Archivo General de la Nación (AGN) en el terreno ubicado en Pueblo Libre con una inversión de 182 millones de soles. La mala noticia es que hay que esperar hasta el 2021, esa es la promesa por nuestro bicentenario, y en el interín vivir a sobresaltos porque pedazos enteros de nuestro pasado corren el peligro de desaparecer. Ya sea por un cortocircuito en una cablería deteriorada, una inundación o simplemente por la codicia indomable que es el pan de cada día de nuestra desventurada república. La semana pasada en un programa dominical un ladrón de documentos históricos explicó, con lujo de detalles, cómo nuestra memoria colectiva nos es arrebatada sistemáticamente para ser vendida, por ejemplo, como nos cuenta un congresista, en el jirón Amazonas.

Todo historiador peruano y extranjero guarda alguna anécdota que involucra su heroica experiencia en un archivo (provincial, departamental o nacional), donde vio o le contaron existía un documento precioso que simplemente se hizo humo. “Pero si ayer lo vi. Lo siento pero hoy no está”. Esperemos que los recientes cambios en el archivo, que incluyen un nuevo director, vengan acompañados por medidas inmediatas de seguridad frente a cualquier emergencia y así esperar la construcción del nuevo local.

Los mejores momentos de la vida de un historiador ocurren entre las cuatro paredes de un silencioso archivo. Es ahí, entre el olor a papeles viejos y a madera antigua, donde conversamos con el pasado. En el proceso –que es fascinante además de agotador– vamos descubriendo las piezas del rompecabezas que toma forma en nuestras mentes. Recuerdo, como si fuera ayer, estar sentada en el AGN leyendo la correspondencia de Manuel Pardo durante la campaña electoral 1871-1872. Eran los años de Sendero Luminoso, de apagones y coches-bomba, cuando no existía la tecnología actual y donde las fichas se escribían a mano. Fue así como logré reconstruir la geografía política, sus imbricadas redes e incluso las estrategias e ideología de una campaña que se vivió con fervor en cada distrito, provincia y departamento del Perú. Ese momento fundante para la política moderna por poco se pierde. En efecto, las cartas cobijadas en una casona de Chorrillos quedaron a la intemperie cuando una de sus paredes se derrumbó. Al ver cientos de papeles volando por los aires, un vecino dio parte al AGN y vinieron a recogerlos. De esa manera fue posible preservar una memoria colectiva a la que, literalmente, se la llevaba el viento.

En el AGN descubrí los esfuerzos de otros peruanos entregados a la causa de la república para lo cual debieron de servir a un Estado que, hasta el día de hoy, es un conglomerado de pasiones e intereses disímiles. A veces absurdo en sus decisiones, como ocurre al optar por Chinchero como lugar de construcción de un aeropuerto, además de indiferente en la preservación de su acervo y memoria, que es el de todos los peruanos. Los que trabajamos el siglo XIX estamos familiarizados con la destrucción sistemática de los archivos gubernamentales en cada una de las revoluciones que, para bien o mal, forjaron nuestra historia. Recuerdo haber leído las quejas de un funcionario público que denunciaba a las huestes rebeldes por irrumpir en Palacio de Gobierno y desperdigar los papeles de Hacienda, entre ellos los libros de cuentas. En ese sentido, la tremenda irresponsabilidad de Nicolás de Piérola resulta legendaria. No solo porque huyó a la sierra, dejando al Estado central en la orfandad, sino porque no fue capaz de buscar un lugar seguro para los archivos gubernamentales. Un error que facilitó, entre otras cosas, el cobro de las contribuciones durante los años de ocupación chilena.

El Estado peruano anda tan preocupado por sobrevivir que el resguardo de su memoria(s) no está, salvo honrosas excepciones, entre sus grandes prioridades. La realidad se reinventa cada día en función de la lucha por el poder y en ese escenario a muy pocos les importa rememorar las discusiones del Primer Congreso Constituyente o la guerra civil de 1834. Guardo dos experiencias que pueden ayudar a iluminar la relación tensa y compleja entre los historiadores, los archivos y un Estado que, debido a su usual apuesta por la amnesia, siempre tropieza con la misma piedra. Cuando publiqué con el Congreso de la República las obras completas de Manuel Pardo, quien además de presidente de la República fue insigne cabeza del Senado, ningún congresista –ni siquiera el asignado para la presentación– se apareció. Años después, cuando transcribí y publiqué la mayoría de las cartas del Mariscal Domingo Nieto, también presidente provisorio, cuyos originales siguen en Chile, solicité al Ejecutivo la presencia de algunos de los miembros de la Guardia Nieto para realzar un acto de repatriación simbólica. A pesar de que el entonces presidente, Ollanta Humala, es un militar de carrera y su guardia llevaba el nombre del veterano de Ayacucho, no mostró interés por los escritos del Mariscal de Agua Santa y por su vuelta al Perú.

¿Será posible cambiar la tendencia y dotar de razón al Estado para que haga lo correcto –es decir preservar nuestros documentos y legado histórico–? Confieso tener mis dudas. Sin embargo, la promesa de contar con un nuevo archivo, la recuperación de la biblioteca pública de Lima, entre otras inversiones bicentenarias –que merecen mayor difusión– dan una dosis de cautelosa esperanza. Debo anotar que el último jueves asistí a una reunión de la Comisión Bicentenario –que plantea un marco temporal que cubre de Tinta a Ayacucho– y descubrí con enorme satisfacción el trabajo silencioso de un grupo de funcionarios del Ministerio Cultura. Una generación joven de peruanos que vienen diseñando con mucho rigor y entusiasmo cívico las acciones de la agenda de conmemoración, foros de discusión, infraestructuras culturales, construcción de nuevos relatos y potencialización de la vieja tradición republicana con renovados valores. Lo que es necesario plantear es un nuevo pacto Estado-ciudadanos donde aportemos nuestra crítica constructiva pero también nuestro esfuerzo, realismo político y creatividad.