Carmen McEvoy

“Hija de un hombre blanco” fue el mensaje que, con mi foto al lado, circuló hace algunos meses en las redes sociales. La insólita “acusación”, que no fue la única en un mar de improperios de todo calibre, surgió a raíz de mis críticas a la ineptitud del presidente , que ahora enfrenta cinco investigaciones fiscales por una corrupción anidada en Palacio de Gobierno, la que, además, involucra a su familia.

Confieso que me quedé pensando y vinieron a mi memoria los bellos recuerdos que tengo de mi padre, que me enseñó a leer y me introdujo al mundo de los clásicos. Tan es así que mientras escribo esta columna, recuerdo su admiración por Víctor Hugo y Whitman, pero también por Calderón de la Barca y la extraordinaria Historia del , que tanto amaba. Con Roberto leí la carta que el general Salaverry le mandó a su esposa Juana antes de ser fusilado, lo que definitivamente influenció en la elección de mi futura profesión.

Sin embargo, fue mi madre, una chalaca luchadora, la que, con su ejemplo de trabajo, disciplina y temple, colaboró en forjar mi actitud ante la vida. Lida, una hija de la crisis de 1929, vio morir a dos de sus hermanas mientras era testigo de la depresión de su madre y la desesperación de un padre desempleado, que partió joven, dejándola como proveedora de su hogar. Tuve una madre admirable que entendió, no en los libros sino en el día a día, que el Perú no es un lugar amigable y mucho menos si eres . Fue por esa razón que decidió educar tres hijas capaces de dar la pelea por la excelencia, pero sobre todo por la autonomía y lo logró.

Esta semana hemos sido testigos, una vez más, de lo peligroso que es ser mujer en el Perú. Porque si bien algunas de nosotras hemos logrado sortear ataques, “consejos moralistas” e incluso calumnias, existen miles de mujeres cuyas vidas son destruidas, debido a la violencia sexual que se ensaña con las más jóvenes y acá me refiero a centenares de niñas inocentes, presas de los depredadores de turno. Uno de estos es al parecer un “padrastro de la patria” llamado Freddy Diaz.

Hace una semana, este sujeto fue acusado de violación por una trabajadora del Congreso, ultrajada por él en una oficina de dicho recinto. Lo más grave del caso es que el presunto victimario está suelto en plaza, e incluso se le permite votar en las sesiones, a pesar de que existe un video que muestra el encierro de la víctima en su oficina, de donde fue rescatada, horas después, del execrable delito.

En un país en el que los ronderos cuelgan y torturan mujeres, acusándolas de brujas, y en el que las estadísticas de violencia contra la mujer llaman al espanto y al horror, esta denuncia indigna, pero no sorprende si se tiene en consideración la ausencia de justicia a favor de las mujeres. En esta oportunidad un juez bloqueó la detención de Diaz ordenada por el Ministerio Público.

La revictimizacion es pan de cada día en el Perú. Es por eso que no sorprende, tampoco, el “puede estar confundida” de la abogada machista de Díaz o el comentario desubicado del exvicepresidente del Congreso. El congresista Wilmar Elera, a quien ahora le espera la cárcel por corrupto, tuvo la desfachatez de afirmar que la violación ocurrió en un recinto “propicio”, debido a que ahí trabajan solo hombres. Si a eso se añade la presencia de licor que víctima y victimario, de acuerdo con Elera, consumieron tenemos los elementos para una suerte de “violación anunciada”. De lo que se deduce que una mujer ultrajada, contra su voluntad, simplemente es la responsable de lo que le ocurrió. Y es que, si osas tomar licor, andar con hombres, usar un calzón del color equivocado (recuerdo la denuncia en Ica) o ser rara (brujeril), lo único que te queda es aguantar y callar.

La degradación que vive el Perú, y que viene de antaño, se manifiesta en un presidente denunciado por corrupción, hablando incoherencia y media (ayer indicó: “lo que no les gusta es que me haya sometido a sobornos”), mientras guarda silencio ante la fiscal que lo investiga, pero también en un representante del Congreso que viola impunemente a una mujer. Las dos caras de nuestra dolorosa tragedia nacional.

Carmen McEvoy es historiadora