(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Luis Millones

Hace algunas semanas fui a dictar un curso de posgrado en la Universidad de Concepción, al sur de Santiago de Chile, considerada como la cuarta más importante del país austral de acuerdo con las calificaciones que otorga el organismo encargado de dichas evaluaciones. La ciudad goza del prestigio de haber sido fundada por el conquistador Pedro de Valdivia, que murió ejecutado por los araucanos que, por aquel entonces, eran liderados por su antiguo paje convertido en líder indígena, Leftraru o Lautaro. A este, la posteridad consagraría como héroe nacional de la resistencia indígena.

Posteriormente, la ciudad de Concepción fue capital del Reino de Chile, entre 1565 y 1573. Hoy lo es de la región Biobío, una de las dieciséis que componen el país. Como todo limeño, sufrí con su carácter lluvioso, que se desprende de un cielo casi tan nublado como el de la costa peruana.

Me gustaron, además, sus ambientes abiertos, con su campus sin muros ni servicio de vigilancia ni portería. Tuve, asimismo, un alumnado interesado en el Perú, con capacidad para escuchar y hacer preguntas sugerentes nacidas al amparo de lecturas exigentes y becas generosas, que hacen falta en nuestra patria.

Mis anfitriones, dos profesores de la especialidad de Literatura, cuidaron de mí y de mi esposa con especial dedicación, y accedieron, sin dudarlo, a nuestro interés de visitar Talcahuano, ubicado a unos 23 minutos de Concepción –alrededor de 15,6 kilómetros–, siguiendo una carretera bastante cuidada. Queríamos ver, por primera vez, el monitor , que ahora es un museo flotante muy visitado al que se llega desde la orilla a través de embarcaciones amplias, con el personal de la Marina necesario para atender a ancianos y niños, y hacer fácil la subida por la escalerilla por donde se ingresa a la nave.

Debo decir que el capítulo de la historia dedicado a la Guerra del Pacífico me fue de muy poco interés durante los estudios universitarios, por eso no podía perderme la oportunidad de echar una mirada compensatoria a mi descuido. Es un tema de obligatoria reflexión para bolivianos, chilenos y peruanos, que se reactualiza cada cierto tiempo, a pesar de que las diferencias –por lo menos entre el Perú y Chile– parecen definitivamente cerradas.

Me impresionó el cuidado con el que se mantiene al Huáscar, quizá por el contraste con el descuido que vive el museo más importante del Perú, ahora sin techo, y por lo incierto del futuro de las miles de piezas arqueológicas que guardan sus depósitos de Pueblo Libre y La Victoria.

Fue una sorpresa descubrir también el tamaño de nuestro buque de guerra, de apenas 59,4 metros de largo (eslora) por 10,6 de ancho (manga); es decir, no mucho mayor que las grandes bolicheras modernas. Sus espacios interiores están cubiertos con cuadros, mapas e ilustraciones preparados especialmente para este museo, que aluden al tiempo del conflicto. En alguno de los pasillos se recuerda que el monitor Huáscar fue construido en Inglaterra en 1865, capturado por la Armada chilena en la batalla de Angamos el 8 de octubre de 1879, y que sirvió a Chile durante algunos años hasta 1900, cuando se le dio de baja. En 1935, el barco fue pintado de gris-amarillo, se le instalaron cuatro cañones de saludo en los alerones del puente, y se abrió al público. La primera restauración se hizo entre 1951 y 1952, con la intención de mostrarlo tal cual lucía en 1879. La segunda restauración sucedió entre 1971 y 1972. Desde entonces hasta hoy, afirmada su condición de museo flotante en Talcahuano, goza de manutención permanente.

En su mejor momento, el Huáscar podía estar tripulado por 200 marinos y alcanzaba una velocidad de 12,25 nudos, propulsado por una máquina de vapor con cuatro calderas y una hélice de cuatro palas.

Las cabinas son obviamente estrechas, pero es fácil llegar al camarote del capitán que está engalanado con un retrato de . Busqué una reproducción de Santa Rosa, que gozaba de la devoción del almirante, pero la imagen de cuerpo entero de la santa limeña no lo acompañó en la batalla de Angamos. Es comprensible, entonces, la especial consideración que se guarda por la patrona de Lima en la Marina de Guerra del Perú.

En el recorrido fijado para los visitantes, no falta la carta de Miguel Grau a la viuda de Arturo Prat, de la que copio algunas líneas:

“En el combate naval del 21 pasado que tuvo lugar en aguas de Iquique, entre las naves peruanas y chilenas, su digno y valeroso esposo, el capitán de fragata Arturo Prat, comandante de la Esmeralda, como usted no lo ignorará ya, fue víctima de su temerario arrojo en defensa y gloria de la bandera de su país. Deplorando sinceramente tan infausto acontecimiento y acompañándola en su duelo, cumplo con el penoso deber de enviarle para usted inestimables prendas que se encontraron en su poder”.

No estoy muy seguro de si en las guerras actuales, dominadas por la tecnología y en las que los seres humanos nos hemos convertido solo en cifras, sería posible un gesto tan conmovedor y caballeresco.