"El poder destructor e irreparable de la caricatura fue puesto a prueba desde el siglo XVI en Europa". (Ilustración: Giovanni Tazza).
"El poder destructor e irreparable de la caricatura fue puesto a prueba desde el siglo XVI en Europa". (Ilustración: Giovanni Tazza).
Ramón Mujica

Casi todos los diarios limeños en circulación tienen a un magnífico caricaturista que interpreta la coyuntura política del momento con un dibujo jocoserio. Unos humoristas gráficos son más agudos que otros, pero todos se constituyen en el terror de los altos funcionarios y personajes públicos. Es entendible. Una vez satirizados, no les queda otra cosa que tragarse al sapo. En las lides del humor negro, el que se pica pierde. Y, lo que es peor, no hay manera de responder o defenderse de una vilipendización burlesca salvo –una vieja práctica– contratando a un caricaturista que defienda su trinchera política.

El poder destructor e irreparable de la caricatura fue puesto a prueba desde el siglo XVI en Europa. Los teólogos reformistas antipapales la utilizaron en su batalla descarnada contra la Iglesia Católica. Durante el gobierno de Jorge III de Inglaterra (1760-1820) y la Revolución Francesa (1780-1799), la caricatura política fue un arma letal que polarizó a las masas iletradas y denunció los abusos y vicios de las monarquías reinantes. Los célebres “Caprichos” de Goya utilizaron el vocabulario de la caricatura para ridiculizar a un clero y nobleza española con fisonomía animal. Con ello se evidenciaba su naturaleza irracional y depredadora. El gran poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer (m. 1780), junto a su hermano Valeriano, hicieron un álbum difamatorio de acuarelas satíricas contra el reinado de Isabel II: “Los Borbones en pelota”. Según los especialistas, se trató de “la más terrible sátira nunca hecha contra el poder”.

Solo en la Lima decimonónica se publicaron más de 60 periódicos jocoserios. Y por lo menos desde 1850, las sátiras gráficas eran colocadas como hojas sueltas en los escaparates de las tiendas provocando aglomeraciones y grandes risotadas entre los transeúntes. Se trataba de una práctica silenciosa y corrosiva de activismo político. Por ello, los gobiernos de Ramón Castilla, José Balta, Nicolás de Piérola y Andrés Avelino Cáceres clausuraron imprentas, intimidaron a los caricaturistas y encarcelaron a los directores de la prensa satírica.

En las repúblicas democráticas del siglo XX ha continuado el acoso judicial, las agresiones, censura y despidos de caricaturistas en Bolivia, Ecuador, Chile, Venezuela y México, por nombrar algunos casos sobresalientes. El humor ácido, crítico e irreverente del caricaturista incluso ha tomado nuevas formas en los cómicos profesionales de la TV y la radio.

Solo en las últimas semanas se han producido en Lima dos importantes “censuras”. El cuestionado ex contralor de la República Edgar Alarcón, con papel membretado de su institución, le al actor cómico Carlos Álvarez. Lo instó a que se “abstuviese” de caracterizarlo públicamente. Álvarez lo llama “Alacrón” (de alacrán) y lo tipifica con un puñado de billetes verdes en la mano. El humorista respondió con genialidad: se le amenazaba por parodiar “conversaciones coloquiales” públicas que tipificaban claros indicios de corrupción. Pero la realidad superaba a la ficción, pues en una “contradicción monumental”, la realidad pretendía ahora “enjuiciar a la ficción”.

El segundo caso de censura es más complejo. Trajo el cierre de un programa televisado. Phillip Butters, un francotirador “políticamente incorrecto” salido de las canteras del periodismo deportivo, tildó a los jugadores ecuatorianos de “negros” y “gorilas”. Eran “cocodrilos de altura” con “bíceps en los párpados”. No tardaron en salir de protesta del Ministerio de Cultura y la cancillería ecuatoriana. Se habían violado los derechos de la comunidad afroecuatoriana. Butters replicó que en el léxico ecuatoriano futbolístico los peruanos eran “gallinas”. La caricatura racista es cruel y reiterada. ¿Es que nadie ha visto a la Paisana Jacinta y a la Chola Chabuca, dos personajes de la TV que ridiculizan a la mujer migrante andina realizado por actores cómicos travestidos?

Todo forma parte del mismo bestiario político y humor a muerte. Alan García creó la imagen de la “rata” aprista que los caricaturistas imaginaron de larga cola viviendo en desagües y ratoneras. Y ahora Kenji Fujimori describe a su bancada en el Congreso como una banda de “leones” despiadados y hambrientos que devoran a sus víctimas en un nuevo circo o “coliseo romano”.