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Carmen McEvoy

Cuando José Faustino Sánchez Carrión falleció, como consecuencia del tremendo esfuerzo desplegado en la larga campaña que culminó en la batalla de Ayacucho, muchos peruanos se sintieron profundamente conmovidos. Entre ellos Cayetano Heredia, quien certificó su defunción luego de escribir una pequeña nota en la que expresaba la profunda pena que lo embargaba, al ver el cuerpo inerte del patriota que tanto tenía por entregarle al Perú. Porque más allá de los grandes logros del Solitario de Sayán, en su corto paso por la vida, aún queda una gran interrogante: ¿qué hubiera ocurrido si un huamachuquino que en su juventud fue abogado de los pobres lideraba la compleja y difícil transición a un gobierno republicano? Que, como bien sabemos, terminó en manos de los militares más preocupados en sus luchas por el poder que en la consolidación de las instituciones democráticas que se requerían en un momento fundante de nuestra historia nacional.

“El hombre que tiene un lenguaje propio posee, también, el mundo que dicho lenguaje expresa”. Esta frase, del antillano Frantz Fanon, puede ser muy bien aplicada a la vida y obra de José Faustino Sánchez Carrión, quien no solo definió el discurso posindependencia, sino la praxis política e intelectual de la temprana república peruana. Por ello la celebración de nuestro prócer, en este mes de junio y ad portas del bicentenario de la independencia, no debe quedarse en mero y hueco ritual, sino convertirse en reflexión colectiva en torno a su riquísimo legado.

Más aun, lo que cabría discutir es lo que hemos hecho los peruanos, a lo largo de varias generaciones, por avanzar en el ideal republicano. ¿Cuánto hemos concretado de esa república de la libertad, la dignidad, la honradez y la justicia por la cual miles de peruanos lucharon y entregaron sus vidas?

La discusión entre monárquicos y republicanos, en la que participa activamente Sánchez Carrión, permite revelar el núcleo de su pensamiento político. La defensa del orden republicano, “el más digno e ilustre” que podía darse a “la raza humana”, da cuenta de la intencionalidad pedagógica que asume el republicanismo peruano y de su estrecha asociación con al menos tres conceptos básicos: la libertad, la opinión pública y la ciudadanía.

Siguiendo con esa línea de pensamiento, el objetivo de la independencia fue “la libertad”, sin la cual “los pueblos eran rebaños y toda institución inútil”. El arraigo en el Perú de una cultura cortesana abonaba el argumento a favor de un gobierno republicano capaz de “frustrar los ardides del despotismo” y “los siniestros principios de una política rastrera” y corrupta. El régimen monárquico, en donde lo que primaba era el “arte de pretender” y la indolencia frente a la verdad y “la salud de la comunidad”, era una amenaza constante contra “las virtudes cívicas” sobre las que debía asentarse la república. Porque “debilitada” su fuerza y “avezados al sistema colonial”, los peruanos, bajo una monarquía, serían “excelentes vasallos y nunca ciudadanos”.

A la luz de los últimos escándalos, pienso en un de la República haciendo negociados y favoreciendo a sus allegados con el dinero del Estado. Resulta obvio que el sistema prebendario contra el cual lucharon los republicanos no ha logrado ser desmantelado y mucho menos esa “política rastrera” que nos agobia. Como tampoco ha logrado establecerse una línea que divida los intereses del Estado (“el bien común”) de los de los particulares que transitan alegremente por unas puertas giratorias que, inevitablemente, juegan a su favor.

Duele profundamente que el Perú sea permanentemente estafado, maltratado e incluso humillado por los que deberían ser sus representantes y custodios. Con un ex presidente preso, otro fugado y con orden de captura y un tercero acusado de crímenes de lesa humanidad es difícil mantener el optimismo. Sin embargo, en estos tiempos difíciles hay que volver a los ideales que la ambición desmedida y el sálvese quien pueda han intentado dejar de lado. Porque un pueblo sin ideales y sin amor propio irá siempre de tumbo en tumbo.

Sánchez Carrión entendió que la república era un experimento frágil y expuesto a los avatares de la contingencia y es por ello que nos dejó en sus escritos, entre ellos la Primera Constitución de la República, un mensaje claro. El que no se ciñó a un puñado de palabras sino que se encarna en una vida proba y de servicio incondicional al Perú. Ojalá que la celebración de su legado, decretada por el Congreso de la República, sirva para revivir la vida y obra de un gran republicano y que su recuerdo nos ayude a transitar a través de estos tiempos duros y sombríos.