Igualdad desigual, por Alfredo Bullard
Igualdad desigual, por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard

Como decíamos la semana pasada en esta misma columna, Humala quiere igualar haciendo más pobres a los ricos y más ricos a los pobres. No entiende el mercado como un juego ‘win-win’ en el que la explicación de la riqueza no es la pobreza de otros.

Pero no es original. Se ha limitado a repetir el célebre dogma Montaigne, formulado por Michel de Montaigne, un pensador del siglo XVI:  “La pobreza de los pobres se debe a la riqueza de los ricos” y “no se saca provecho para uno sin perjuicio para otro”. 

Pero la pobreza no tiene causa. Es el estado natural del hombre. Y no lo digo en el sentido de que es bueno que sea así. Lo digo en el sentido de que así fue nuestro origen. Así nacimos. Éramos todos pobres y en la pobreza iguales. Lo que sí sabemos es cuál es la causa de la desaparición de la pobreza: la creación de la riqueza. La pobreza no desaparece por mero asistencialismo o por programas sociales. Un país que no crea riqueza no puede asistir a nadie.

Es increíble cómo un error tan burdo haya tenido tanto impacto. El error de Montaigne y sus adeptos (entre los que se encuentra Humala, aunque dudo que sepa quién fue Montaigne), se ha usado para desviar el sentido de igualdad recogido en las revoluciones liberales como la francesa (“Libertad, igualdad y fraternidad” o “Todos los hombres nacen libres e iguales en derechos”) o la norteamericana (“…todos los hombres son creados iguales” y que “su Creador los ha dotado de ciertos derechos inalienables…”).

Esa igualdad no era igualdad material. Era igualdad de derechos. Sería interesante que Humala se concentrara, en su último año, en empujar medidas para asegurar precisamente esa igualdad. Lo que ocurre es que no le conviene. En su discurso la igualdad se da entre otros. Pero la igualdad de derechos lo involucra a él directamente.

La igualdad ante la ley no se limita a que las normas nos traten a todos por igual. Significa que el Estado y quienes ejercen el poder deben tratarnos a todos de manera igual, sin hacer diferencias.

Cuando el Estado te brinda privilegios porque conoces al presidente (o a su esposa, hijo, amigo o conocido), entonces no somos iguales. Cuando la ley protege a un grupo de empresarios de la competencia o niega a los consumidores elegir entre qué productos comprar, discrimina a unos sobre otros. Cuando la ley impide casarte con quien tú quieres, no te trata como igual al que sí puede casarse con quien le provoque. Cuando uno puede abrir un negocio porque tiene “llegada” para obtener una licencia, hace desigual a quien no puede hacerlo por no tener la misma “llegada”.

La desigualdad realmente dañina es la creada con el poder público.  Es la que se da cuando Belaunde Lossio puede conseguir que una licitación se conceda no al mejor, sino al que le pagó para conseguirlo. Y diga lo que se diga, él consiguió el poder para crear esa desigualdad derivándolo de la pareja presidencial. O es desigual que todos tengamos que pagar impuestos por nuestros ingresos y la esposa del presidente no tenga que hacerlo porque el ingreso con el que compra chocolates, vestidos o carteras no está declarado.

Y es que la desigualdad ante la ley crea otras desigualdades. Entre ellas las desigualdades económicas. La riqueza generada en el mercado es legítima. Es la que genera el efecto ‘win-win’. Pero la generada en los pasillos de ministerios y entidades públicas, en el compadrazgo o con la corrupción, con la llegada indebida y con el trato privilegiado, genera pobreza.  Hace que los recursos giren de quienes tienen mérito y esfuerzo hacia quienes tienen llegada al poder. Y los pobres tienen menos llegada.

Parafraseo la frase atribuida por algunos al mariscal Benavides: “Para mis amigos todo, para mis enemigos (o, añado, a mis no tan amigos) la ley”. Nada crea más desigualdad que el mal uso del poder político. Desiguala sin contemplaciones y sin razón. Ojalá el presidente se acuerde alguna vez de cuál es la igualdad que está obligado a conseguir.