(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Elda Cantú

Ante la desazón y el hartazgo democráticos, un referéndum es un espejismo prometedor. En todo el mundo, la política y sus instituciones se han hecho sospechosas a ojos de los ciudadanos, y eliminar a los intermediarios –nuestros representantes elegidos– parece un buen modo de arreglar los asuntos más espinosos de la democracia. Desde la salida del Reino Unido de la Unión Europea hasta la aprobación del aborto en Irlanda, pasando por el cambio del nombre oficial de Macedonia, las decisiones más cruciales de la vida pública parecieran resolverse mejor en un diálogo directo entre ciudadanos y gobernantes. Si la experiencia reciente nos ha enseñado que a nuestros políticos no se les puede dejar solos con la vida del país, más nos vale recuperar algunas de sus funciones hasta nuevo aviso. Pero igual de cierto es que son los partidos políticos –debilitados e impopulares– quienes a menudo se benefician al dejar las cuestiones peliagudas de la vida política de regreso en nuestras manos. Se aferran así al escaso capital político que aún conservan.

Un aumento de las consultas populares a primera vista parece ser una amateurización de la política y el trabajo legislativo: Kristi Lowe y Kelsey Suter, analistas de Greenberg Quinlan Rosner, una encuestadora que ha trabajado en referendos, han escrito que estos mecanismos de democracia directa tienen fallas: perpetúan la confusión, convocan bajas tasas de participación y regalan protagonismo a movimientos políticos marginales. La realidad es mucho más compleja.

Matt Qvortrup, profesor de Coventry University y experto en mecanismos de democracia directa, acaba de editar “Referéndums alrededor del mundo”, un análisis de este tipo de consulta desde finales del siglo XVIII. Qvortrup y sus colegas intentan desmitificar la idea de que los referéndums solo son utilizados por gobiernos populistas y autoritarios para fortalecer su poder. Desde los años setenta, asegura, los referéndums de origen ciudadano o mandados por la Constitución han tenido un incremento considerable. No es igual un referéndum organizado por un autócrata (que casi siempre estará buscando legitimar su mandato o bañarse de popularidad) que uno que sucede en una democracia tambaleante.

Esto se sostiene también para nuestros países: en los últimos 40 años, los latinoamericanos hemos votado en consultas populares al menos un centenar de veces. En enero de este año los ecuatorianos salieron a reformar la Constitución y decirle a Correa que no volvería a ser presidente. En el 2016 los colombianos votaron para rechazar el acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC. El mismo año los bolivianos salieron a decirle a Evo Morales que no querían que vuelva a postular a la presidencia. Se espera que Cuba acuda a las urnas para reformar la Constitución en los próximos meses y, hace un par de días, Daniel Ortega ha deslizado que estaría dispuesto a someter a referéndum el adelanto de las próximas elecciones, lo que dejaría solo a México, República Dominicana, El Salvador y Honduras sin una consulta popular desde 1978.

En el caso concreto de América Latina, explica el politólogo David Altman, plebiscitos y referéndums son un síntoma de debilidad institucional. Pero Altman asegura que, contrariamente a lo que casi todos los analistas de la región proponen, una consulta popular no debilita a las instituciones para consolidar a un caudillo. Más bien, es la propia debilidad de las instituciones lo que genera que se recurra a estos mecanismos. Y es más: Altman, que ha graficado casi medio siglo del uso de mecanismos de democracia directa en el continente, sostiene que aun los referéndums iniciados ‘desde arriba’, es decir por el gobierno, tienen prácticamente un 50% de posibilidades de ser rechazados por la ciudadanía. Una incertidumbre que parece garantizar el respeto a la voluntad de los votantes.