"El acto mismo de infligir daño físico a una representación escultórica colinda con la idolatría". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"El acto mismo de infligir daño físico a una representación escultórica colinda con la idolatría". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Ramón Mujica

Una insólita noticia aparecida en la prensa chilena el pasado 12 de julio estremeció al país vecino. Las efigies de cuatro de sus héroes militares de la Guerra del Pacífico habían sido decapitadas. Salvo una cabeza desaparecida, las otras tres restantes, tras ser cercenadas con una sierra eléctrica, yacían sobre el suelo. Se trataba de las estatuas de los coroneles chilenos Pedro Lagos, Juan José San Martín, Ricardo Silva y Luis Solo de Zaldívar. En el 2013 sus bustos habían sido colocados sobre un monumento conmemorativo para declarar el 7 de junio como día festivo, aludiendo a la Batalla de Arica de 1880, cuando el ejército chileno invadió la ciudadela peruana de aquel entonces.

El incidente tiene varios niveles de lectura. En el más sencillo, se trata de un claro episodio iconoclasta. Los monumentos conmemorativos son los altares laicos a la patria. Y su destrucción constituye un ataque frontal a la memoria histórica y a los símbolos de identidad, poder y alteridad de un pueblo o nación. Tras la rebelión de Túpac Amaru, el visitador general José Antonio de Areche mandó destruir todos los retratos y emblemas culturales de la nobleza inca del Cusco. La Revolución Francesa también destruyó centenares de estatuas católicas y la Revolución Rusa hizo desaparecer las estatuas de los zares para rápidamente sustituirlas por los “héroes” del nuevo orden político.

El acto mismo de infligir daño físico a una representación escultórica colinda con la idolatría. Torturar imágenes presupone una confusión entre la imagen y lo que esta representa. Según los anales de la Inquisición española y limeña, los criptojudíos solían robarse de las iglesias las esculturas de Cristo crucificado para llevarlas a sus sinagogas secretas y someterlas a ramalazos con el fin de reproducir la pasión del calvario. Fuese cierta o no esta acusación, el judío cometería con ello una doble transgresión: profanaba la efigie cristiana del Crucificado, pero, al hacerlo, rompía la prohibición mosaica de no creer en el poder milagroso de las imágenes.

El mismo principio se aplica a los talibanes iconoclastas. En el 2001 estos dinamitaron las gigantescas estatuas pétreas del Buda en Bamiyán (Afganistán). Con ello sentaron el precedente para los delitos de lesa cultura del Estado Islámico. Desde el 2015, con martillos y taladros han venido reduciendo a escombros las figuras mitológicas y los lugares arqueológicos de la antigua Sumeria (s. IV a.C.) en Iraq. Actúan con furia proselitista, como si estos dioses siguiesen vivos en sus efigies. El anónimo iconoclasta de Arica ha seguido el mismo procedimiento: castiga y ejecuta a su enemigo chileno en efigie (‘executio in effigie’), una costumbre difundida en Europa desde el siglo XV.

“Decapitar” imágenes no es un acto poco frecuente. Una escultura ecuestre del dictador español Francisco Franco fue colocada en 1963 en el patio de armas del Castillo de Montjuic en Barcelona. En el 2013 fue decapitada. La prensa local se refería a ella como el “jinete sin cabeza”. Aludía a la leyenda del Sleepy Hollow de Washington Irving: un soldado de la independencia estadounidense que tras ser decapitado por un cañón, regresaba como un fantasma en la noche de difuntos. Para los enemigos de Franco, su efigie decapitada era el fantasma de un dictador que no acaba de desaparecer.

Más recientemente, una portada de la revista alemana “Der Spiegel” mostraba al presidente Donald Trump sosteniendo con una mano la cabeza decapitada de la Estatua de la Libertad. Su dibujante –el cubano americanizado Edel Rodríguez– interpreta así el veto de ingreso para emigrantes musulmanes a Estados Unidos. Trump había “degollado a la democracia” y era un brutal yihadista cristiano que decapitaba a sus víctimas. Hace poco, la comediante Kathy Griffin ha sido expulsada de CNN por presentarse ante cámaras con una ensangrentada cabeza decapitada de Trump, que mostró sosteniéndola por los pelos.

Cerca de 300 empresas chilenas han logrado que el Perú sea el primer destino de inversión económica de su país. Sin embargo, este “empoderamiento” chileno ha acelerado su intento fraudulento por “nacionalizar” diversos emblemas culturales del Perú: el pisco, el suspiro de limeña, las décimas patrióticas de Nicomedes Santa Cruz, entre otros. La impunidad y el silencio cómplice del Estado chileno y de sus empresarios frente a estas promiscuidades simbólicas han contribuido a que, en el imaginario popular, la reparación de la imagen propia dañada se interprete como una necesaria decapitación de la imagen del otro.