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José Ugaz

Tomo prestado el título de la novela de Gabriel García Márquez para ilustrar esta nota sobre la sorprendente –y no por eso menos indignante– situación actual del contralor general de la República. La alusión al premio Nobel colombiano viene a cuento porque la situación actual del contralor raya con lo real maravilloso y, sin duda, resulta absolutamente ‘macondiana’, tropical, surrealista.

Según lo dispone la Ley del Sistema Nacional de Control, el objetivo de la contraloría es velar por la eficiencia, integridad y transparencia de la gestión pública. Quien lidera esta delicada y vital tarea es el contralor, a quien el artículo 28 de la ley le exige tener una conducta intachable y reconocida solvencia e idoneidad moral.

Los problemas del actual contralor se remontan al momento mismo de su designación. Fue propuesto por un gobierno de salida y elegido entre gallos y medianoche sin que hubiera posibilidad de conocer a través de un debate público sus antecedentes, evaluar su capacidad profesional y contrastar la indispensable idoneidad moral exigida por ley para acceder al cargo. Ya era bastante cuestionable que el llamado a dirigir tan importante institución para la salud moral de la función pública fuera un anónimo burócrata de la propia contraloría –llegó a ser el segundo de a bordo– con muchos años de servicio en una institución, que si por algo ha sobresalido, es por décadas de absoluta inoperancia e ineficacia en la prevención y sanción de la corrupción pública.

Si en vez de nombrarlo atropelladamente se le hubiera escrutado públicamente, hubiéramos sabido con anticipación de su afición por los “fierros” (con la que se recursea unos ingresos adicionales), de su generosidad patronal con la madre de dos de sus hijos, de su presión a un subalterno para que retire un informe que lo comprometía y nada menos que de la obtención irregular de su título profesional. Tal vez nos hubiéramos enterado también de su increíble suerte ligada a la aparición de grabaciones clandestinas de sus conversaciones que le permiten petardear a sus enemigos.

Desde sus inicios como jefe de la Contraloría General de la República, evidenció su interés por realizar conferencias de prensa en las que anunciaba inconsistentes resultados para impresionar a la tribuna, lo que llegó al paroxismo con el Caso Chinchero. Pese a presentar un informe técnicamente deficiente, pudo capear las críticas gracias a la oportuna y “milagrosa” aparición de una grabación que le permitió acusar al ministro de Economía de haberlo presionado para direccionar el informe, y cobrar su cabeza cual trofeo de guerra.

Aunque ha negado hasta el cansancio ser el autor de la grabación, resulta que es el único beneficiado con ella. Peor aun, ante la andanada de críticas en su contra y el clamor nacional para su destitución, estimulado por la caída de Thorne, le dio un empujón al Ejecutivo amenazando con denuncias penales e investigaciones a varios ministros y al propio presidente. La estrategia del escapero ampayado, quien mientras huye grita ¡al ladrón, al ladrón!

Para coronar la faena, apareció una segunda grabación, que pese a que contiene una conversación inocua, apunta a bajarse al primer ministro Fernando Zavala brindando munición de utilería a sus opositores. A reiterado y oportuno beneficio de parte, relevo de pruebas.

Ante el apanado público y la curiosa tolerancia de una mayoría congresal que por muchísimo menos pide sangre, ha declarado que no va a renunciar. Sin embargo, aunque la cantidad y calidad de pruebas en su contra lo pone en una situación insostenible, quiere caer disparando para irse causando el mayor daño posible al gobierno.
Hoy sabremos qué suerte correrá el custodio de la integridad en la función pública. Ojalá sea la que el Perú exige a gritos por un mínimo de dignidad y vergüenza nacional.

Sin embargo, más allá del personaje en cuestión, hay aquí un problema de fondo: ¿Qué hacer con una institución fallida como la Contraloría General de la República? ¿Por qué ningún caso relevante de corrupción ha sido descubierto o prevenido por ella que siempre llega tarde frente a hechos consumados?

Esta situación abre una oportunidad única para repensar la función de control de la gestión pública e implementar un nuevo sistema que permita prevenir los actos de corrupción pública y, cuando estos hayan ocurrido, sancionar eficazmente a los responsables. La grave crisis de corrupción que nos aqueja exige que no dejemos pasar este tren. Otra impostergable tarea de reconstrucción para el gobierno y el Congreso.