Jaime de Althaus

Como sabemos, en el Perú, , aunque solo el 17,7% del PBI es informal, según el INEI. Lo que ha llegado al gobierno con (y al Congreso, en cierta medida) es principalmente ese sector, aunque también maestros del Fenatep y burócratas huancaínos especializados en las prácticas extorsionadoras de Los Dinámicos del Centro. Tenemos a transportistas, constructores, hoteleros, dueños de clínicas… más o menos informales, cuyos orígenes en algunos casos están en el narcotráfico o la minería ilegal, y que colaboraron con la campaña.

Lo que hay que entender, entonces, es que este es un Gobierno que representa a intereses informales o hasta ilegales, aunque no sea solo eso. Pero se trata de informales que carecen de lo que Marx llamaba “conciencia de clase”. Lo que significa que, en lugar entrar al gobierno para reformar la formalidad; es decir, para simplificar, abaratar y eliminar normas a fin de derribar los muros que excluyen a los informales y posibilitarles el ascenso a una formalidad con derechos y obligaciones de verdaderos ciudadanos, lo que hacen, en algunos casos, es todo lo contrario: endurecerla, agravarla y, en otros, abolirla del todo, sin reemplazarla.

Así, el Ministerio de Trabajo –cuota de la CGTP, que come y no deja comer– rigidiza y encarece la legalidad de modo que solo puede ser solventada por la gran empresa, agravando la exclusión de las grandes mayorías, relegadas a la condición de ciudadanos de segunda categoría.

La formalidad, incumplible por costosa, se convierte en un arma de chantaje municipal y estatal: se cobra cupos para dejar operar sin cumplir las normas. La demanda por una nueva constitución tendría algún sentido si planteara el derecho a una legalidad inclusiva, a una formalidad ligera que dejara trabajar. A la libertad económica, en suma. Pero no es eso lo que se pide desde la izquierda, sino lo contrario.

En otros ministerios, como el de Transportes, se pasa al otro extremo y, en lugar de simplificar la formalización para ordenar el tránsito y el transporte, se la destruye eliminando obligaciones y condonando multas. Si las reglas son incumplibles, hay que abolirlas, sencillamente, y consagrar el reino del caos. Y aprovecharlo para dirigir licitaciones a los amigos del poder. En el Ministerio de Energía y Minas, por ejemplo, en lugar de simplificar las normas para formalizar a los mineros informales, se les apoya en sus ataques a las empresas mineras formales.

Es el ataque generalizado a la formalidad excluyente, sin reemplazarla por una inclusiva, y con la destrucción de la meritocracia como daño colateral. Quizá esta sea la reacción de los expulsados del sistema legal: ¡acabar del todo con él! Una devastación que ya ocurrió en lo local y regional y que ahora se extiende al Estado nacional. El acceso al empleo público se aprovecha como la conquista de un botín que compense la precariedad informal en la que se ha vivido. Pero es patrimonialismo primario, que considera los recursos del Estado como propios. Es un retroceso en el republicanismo: la “res pública” se vuelve privada, se privatiza, en provecho propio.

La mayor parte de las bancadas del Congreso tienen una composición parecida, aunque no tan marcada. Entonces, embisten los estándares de la Sunedu, que son una amenaza al sistema informal, a la corruptela masiva de la compra de tesis y títulos (), por ejemplo. Y asaltan y dilapidan los fondos-símbolo del mundo formal, generados por el crecimiento: fondos de pensiones, CTS, Fonavi, presupuesto nacional. Con el regocijo de la izquierda.

Es la revolución de la informalidad, que destruye sin construir. Se requiere una reacción nacional para reformar profundamente la formalidad y reimplantar la meritocracia. De lo contrario, la ola informal arrasará con todo.

Jaime de Althaus es analista político