(Ilustración: Victor Sanjinez)
(Ilustración: Victor Sanjinez)
José Ugaz

Hace poco más de un año, cuando se hizo público el acuerdo Cr. No. 16-643 (RJD), firmado por Estados Unidos y Odebrecht en la corte del distrito este de Nueva York el 21 de diciembre del 2016, en el que se hacía mención a pagos realizados a altos funcionarios peruanos, adelantamos que se venía un terremoto de grado 9 que iba a remecer seriamente al país.

Hoy, las ondas sísmicas de la corrupción, con epicentro en Brasil, están dejando en escombros a la clase política en su conjunto y a sectores emblemáticos del sector privado. Lo declarado por Barata confirma una vez más que la corrupción en el Perú no es episódica; es histórica, estructural y sistémica. Todos jugamos a la ronda menospreciando al lobo.

A estas alturas, señalar a un político o a un partido como responsable de la corrupción peruana es no entender el problema y distorsionar la realidad. La corrupción es extendida y no distingue género, raza, estatus social, ni ideología, no es culpa de caviares o capitalistas salvajes.

Como explicar no es justificar, hay que decir que así funcionaban las cosas, había un conocimiento general, se sabía y, salvo aisladas voces, fue tolerado y aceptado por la mayoría. Obviamente no se trata de exonerar a nadie, por el contrario, es indispensable un mea culpa colectivo. No más el ampay me salvo.

A muy pocos les daba asco que la política se “financiara” con aportes de fuentes lícitas o ilícitas que “invertían” en los dos o tres candidatos con opción para asegurar su influencia en el gobierno. No eran aportes altruistas, eran depósitos de renta a plazo fijo que se empezaban a cobrar tan pronto se definía el ganador.

Fueron voces muy aisladas –y prontamente silenciadas– las que alertaron sobre la tolerancia (complicidad) de actores relevantes del sector privado con las prácticas extorsivas de un Estado corrupto. Un sector clave para el desarrollo del país prefirió pasar por el aro y centrar sus defensas gremiales en la rentabilidad de sus negocios antes que enfrentar, denunciar, desinfectar su propio entorno. Ganó el temor y el facilismo.

La leche ya se derramó y no tiene sentido llorar sobre ella. Se trata de entender qué nos pasó, aprender las lecciones para que no se repitan en el futuro y empezar el cambio estructural de una vez por todas. Planes y propuestas sobran. Ciertamente no ayuda a esto ponerse en modo de negación y echarle la culpa al otro como patéticamente vemos en los personajes involucrados: “Yo no recibí nada personalmente”, “Nunca supe de eso”, “No hay pruebas en mi contra”, “Que expliquen los de mi entorno”, etc.

Para muestra un botón. Los famosos cocteles que recogían millones a cambio de un poco de whisky y bocaditos. ¿Quién en su sano juicio iba a creer en esa patraña? ¿Puede algún candidato con dos dedos de frente, aunque no hubiera estado al tanto de las finanzas de su campaña, decir que creyó en ese cuento? En el mejor de los casos, si no sabían o dieron la orden, han actuado con lo que en derecho penal se llama “dolo indirecto”. Se imaginaron el escenario ilícito y fueron indiferentes o lo ratificaron mentalmente, aunque todo indica que sí sabían, participaron de él, lo planificaron y luego lo maquillaron mintiendo descaradamente, sin rubor.

Es curioso el empacho con que se exoneran los sindicados y acusan al otro con el mismo argumento. Barata sirve para embarrar al enemigo pero miente cuando me menciona.

Si no salimos del modo de negación, seguiremos girando en el remolino de la corrupción eterna. Es tiempo de enfrentar el problema y ponernos de acuerdo en un plan mínimo, un acuerdo nacional de punto fijo que incluya las diversas aristas estructurales de la corrupción en el Perú: el financiamiento de la política, la crisis de representación y la falta de liderazgo, sistemas de compras públicas e inversión, transparencia y acceso a la información, un modelo para hacer negocios con integridad, erradicar la normalización de la corrupción y la tolerancia ciudadana, justicia e impunidad.

A ver si levantamos cabeza y de una vez por todas dejamos de jugar a la ronda, al gran bonetón y al ampay me salvo.