(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Roberto Abusada Salah

Los innumerables debates sobre la necesidad de emprender las grandes reformas para elevar el potencial de crecimiento de la economía, mejorar su productividad, generar empleos dignos y convergencia al desarrollo no parecen estar llegando a ninguna parte. Al parecer, el gobierno está tratando la enorme popularidad del presidente como una joya para exhibir, cuidar y disfrutar. La idea de convertirla en un recurso que se pueda invertir en hacer urgentes reformas parece estar vedada. Los titulares de los sectores Trabajo, Vivienda, Economía y Energía y Minas evitan mencionar cualquier tema de reforma que pueda generar la más mínima oposición. Sería injusto achacarles ignorancia respecto de lo que se requiere hacer. Una y otra vez compruebo que existe, entre varios ministros, altos funcionarios de gobierno y aun entre congresistas, una plena conciencia de la urgencia de las reformas. Pero esa conciencia se desvanece ante el consabido mantra de que “el costo político sería muy alto”.

Creo que la razón fundamental de esta situación es la inconsciente e insensata negativa a comparar el costo político con los beneficios del liderazgo y la acción. Si existiese la voluntad de contemplar (y explicar) los beneficios que acarrearían la creación de cientos de miles de empleos, el bienestar de tener vivienda, transporte, agua y saneamiento, sentir la satisfacción de haber evitado la muerte inútil de miles de niños, ver a estudiantes educándose cabalmente para un futuro mejor o a ancianos viviendo con un mínimo de dignidad, ese costo político se asumiría con entusiasmo. Desafortunadamente, el costo político aterra y paraliza solo cuando se lo equipara con una posible pérdida de popularidad en las encuestas del próximo mes.

La historia reciente nos enseña que no todo está perdido. Hoy los fundamentos macroeconómicos del país son más sólidos que nunca y esto se traduce en beneficios palpables que los ciudadanos aprecian plenamente. Cuando algunos de nosotros trabajamos en el pasado por lograr esta solidez, era frecuente escuchar las mismas razones que entonces hubiesen justificado la misma inacción. Pero esas resistencias se vencieron poco a poco, y el país avanzó un cuarto de siglo sin inflación, sin colas, con electricidad, teléfonos, mejores caminos, más competencia, con crédito internacional y con la tercera parte de pobres que los que vivían anteriormente.

Pues bien, aceptemos que las restricciones políticas de hoy son las que son. Aun así, ello no debería impedir que se trabaje al menos en los márgenes de las reformas imprescindibles invirtiendo algo del capital político acumulado en tareas menos complejas que una reforma laboral completa, el impulso decidido a la infraestructura o el rediseño del sistema de salud o de pensiones. Resolvamos al menos parcialmente algunas cosas, como, por ejemplo, la errónea interpretación de la Constitución que ha convertido la política laboral en una farsa. Declaremos en emergencia la reconstrucción del norte, donde después de casi dos años solo se han completado y entregado obras por el 5% del presupuesto original (S/25.655 millones). Pongamos a cargo de todo el proceso a una empresa de ingeniería de clase mundial. No usemos la coartada de la “declaración de emergencia de Sedapal” para que nada cambie en esta empresa que pierde 30% del agua que produce y donde las roturas de troncales y otras tuberías son cosa de todos los días. Empecemos, por ejemplo, por cambiar unos pocos artículos de la Ley de Recursos Hídricos (29338) para permitir que el sector privado que genere agua nueva, sea por desalinización o con infraestructura para captar excedentes en épocas de avenida de ríos, pueda venderla libremente. Autoricemos la construcción de la mina de Tía María.

Facilitemos la multiplicación de los programas de vivienda social donde existe un déficit de 400 mil viviendas. Allí es fácil ver que el problema no está en la falta de recursos para edificar o en la inexistencia de demanda. El sector privado está posibilitado para cubrir ese déficit, y la cuota mensual de adquisición estaría al alcance de una enorme proporción de potenciales compradores. El problema radica en la incapacidad del Estado para proveer agua y saneamiento, y hacerlo en terrenos planos. Pocos saben que solo en Lima existen 2,8 millones de habitantes que viven en las laderas de los cerros. En algunos casos, la pendiente de esas laderas entrañan el peligro de una catástrofe mayúscula en la eventualidad de un sismo importante. Terrenos existen pero no se pueden utilizar por falta de agua y saneamiento, o porque pertenecen al Ejército, o por conflictos banales entre autoridades municipales y ministeriales.

Si no empezamos a frenar el miedo al costo político, muy pronto lamentaremos no solo la pérdida de la joya de la popularidad. Lamentaremos haber caído en la famosa ‘trampa de los ingresos medios’ sin haber alcanzado siquiera esos ingresos medios.