(Foto: Archivo)
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Esta semana se cumplieron asestado al gobierno democrático de Fernando Belaunde, en 1968. Por esos años, el Perú no era ajeno a los golpes. La ‘democracia’ era un concepto aún lejano y, por lo tanto, predominaba en ese entonces la necesidad de establecer el orden, el desarrollo mediante la inversión pública y la construcción de obras de gran envergadura, y la creación de un Estado que permitiera organizar ‘la cosa pública’.

Nuestra democracia, frágil y ambivalente, todavía no ha sabido interpretar el conflicto inherente entre, por un lado, la institucionalidad republicana, la libertad y el desarrollo y, por el otro, la necesidad de orden y de un liderazgo. Tal vez esto explique por qué aun después de tantos años de asimilado el golpe, la ciudadanía no puede distinguir los cantos de aquellos caudillos que se promocionan como el nuevo despertar del sueño republicano. Recordando a Platón, desconfiemos de todo el que se promocione como ‘protector’.

Y si ya es llamativa la incapacidad ciudadana para distinguir entre el autócrata en potencia y el líder democrático, ¿qué podemos atestiguar de aquellos analistas y politólogos que, 50 años después de la perfidia velasquista, aún la glorifican?

La ‘junta revolucionaria’ liderada por Velasco arremetió contra la democracia sin justificación, y puso al país de rodillas ante ella, sin seguridad jurídica ni protección legal ante los excesos (que existieron, y de todo tipo), partiendo por desconocer la Constitución, y gobernando desde entonces bajo las pasiones y arbitrariedades de un grupo de supuestos iluminados. Por supuesto, no pasó mucho tiempo para que el país y su desarrollo vieran su futuro trunco. Tuvieron que pasar más de 30 años para recuperar los ingresos per cápita que teníamos antes del golpe, y aún sectores como el agrícola y el industrial sufren las secuelas. , gerente general del BCR, ha recordado por estos días que, sin la desaceleración en el PBI por habitante que sufrió el Perú a partir de 1968, este sería ahora de US$14.681, más del doble de lo actual (US$6.766).

¿Cómo pueden hablarnos de democracia quienes todavía defienden a un régimen nefasto, empobrecedor y violento, que usurpó el poder y que arremetió contra las personas, las propiedades y las libertades, sin miramientos o consideraciones? La paradoja sería inexplicable, si no fuera por la razón de la simpatía ideológica: Velasco hizo, por la fuerza, lo que quienes lo defendieron y lo defienden habrían querido hacer. Una razón muy similar a la que dan aquellos que defienden al régimen fujimorista y a las reformas que implementó.

La dictadura velasquista destruyó la estructura productiva peruana, una que por aquellos años lideraba en distintos sectores por su alta productividad y calidad. Hasta mediados de los 60, el Perú era de los pocos países con un marco de desarrollo abierto y moderno, basado principalmente sobre la inversión privada y la competencia en los mercados internacionales. El golpe velasquista partió por cambiar, de raíz, el modelo. Las estatizaciones y los controles fueron solo una parte de esto, pero el objetivo era claro: se duplicó el peso de la actividad empresarial en manos del Estado hasta llegar al 31% (las pérdidas de este cambio fueron multimillonarias y pudieron ser un capital incalculable para invertir en escuelas, hospitales, carreteras, etc.). De igual manera, el Estado pasó a controlar el 75% de las exportaciones, el 50% de las importaciones y el 50% de la inversión, entre otros.

No obstante, lo peor fueron las secuelas que dejó en el ámbito político e institucional. El daño infligido a la partidocracia, a la prensa y a las libertades fue terrible, y hoy seguimos cargando con sus taras. Mientras no las superemos, seguiremos siendo un prado arriesgándose a otro incendio.