Juan Paredes Castro

Una de las más extrañas ironías del poder, sea político, fiscal o judicial, consiste en favorecer, con su debilidad y complacencia, a quienes antes abusaron precisamente de él.

Una especie de sarcástico sadomasoquismo en la esfera de la pomposa delegación de atribuciones constitucionales.

Los abusadores de ayer y de muy arriba pasan de pronto, en su siguiente turno, a gozar de la impunidad de hoy, como si se tratara de representar una comedia.

Nada ilustra más claramente este nivel de ironía que la debilidad de los poderes político, fiscal y judicial frente a los expresidentes y , cuyos procesos penales, por rebelión el primero y por corrupción el segundo, se han instalado en el confort de la indiferencia pública y en el casi perfecto limbo de la impunidad.

Como la figura del golpe de Estado no tiene tipificación penal como tal, Castillo se ha valido de ese vacío jurídico para negar a los cuatro vientos que él haya incurrido en delito, cuando su actuación del 7 de diciembre pasado no dejó ninguna duda respecto de lo que buscaba. Ni más ni menos que la total alteración del orden constitucional o, en otras palabras, la total interrupción del Estado de derecho. Incurrió inobjetablemente en rebelión, aunque no hubiera desenfundado una pistola o un sable, y aunque lo que se propuso hacer no se concretara.

Probablemente, el golpe de Estado de Castillo sea el más idiota de todos los que registra la historia latinoamericana, tan abundante en rebeliones y sediciones. Pero fue un golpe de Estado. El hecho de que abortara de manera tan grotesca como lo mostró la televisión en vivo y en directo no convierte a Castillo en inocente, como con cierto contagio de bobería lo declaran los presidentes Gustavo Petro de Colombia y Andrés Manuel López Obrador de México.

La ironía llega a ser garrafal cuando los poderes fiscal y judicial llenan cada expediente y cada audiencia con la impactante figura de la organización criminal –desde Alejandro Toledo hasta Pedro Castillo, pasando por Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, Keiko Fujimori y Martín Vizcarra–, pero no vemos hasta hoy dónde está, cómo es y qué forma tiene, con pelos y señales, la organización criminal de cada uno. Todos son cabezas de una organización criminal. Dónde demonios están sus respectivos lugartenientes o cómplices.

Esta es, sin duda, la respuesta débil y complaciente de los poderes políticos, fiscales y judiciales de hoy frente a quienes, no muchos años o meses atrás, cínicos y envalentonados, abusaron de esos mismos poderes, usándolos inescrupulosamente y poniéndolos a su servicio. El Ministerio Público, hoy recuperado en su autoridad, fue llevado y traído, de un extremo a otro del poder político, para perseguir adversarios y encubrir culpabilidades, bajo la sombrilla de una cruzada anticorrupción que resultó a la postre una farsa, inclusive para quienes ingenuamente se prestaron a aplaudirla y promoverla.

No tiene que sorprender a nadie que los abusadores de los poderes político, fiscal y judicial de ayer hayan pasado a vivir en impunidad, porque sencillamente los poderes político, fiscal y judicial de hoy se han vuelto débiles y complacientes, al punto de que quienes protagonizaron el golpe de Estado con Castillo, de manera planificada y directa, no parece que existieran y apenas si tienen en contra suya un mandato de comparecencia.

Y al punto también de que un inhabilitado político en la más amplia dimensión del término como Martín Vizcarra se da el lujo de pretender inscribir su partido político en las narices del presidente del Jurado Nacional de Elecciones (JNE), Jorge Luis Salas Arenas, el mismo en cuyas narices también Perú Libre inscribió la candidatura presidencial de Castillo, el 2021, con un ideario marxista leninista, reñido absolutamente con el vigente orden constitucional peruano. El JNE juega a los hechos consumados, a los que sea difícil o imposible revertir.

Si en la debilidad y complacencia de sus actos de hoy los poderes político, fiscal y judicial intentan quitarse las costras del abuso y manipulación que el pasado ha dejado en ellos, cometen un grave error. Lo que demanda de ellos el país es la reivindicación de su dignidad y de su capacidad de ejercer autoridad y funciones plenas.

La Junta Nacional de Justicia no puede permitir, por ejemplo, que fiscales en actuación clave de procesos anticorrupción abandonen a mitad de camino investigaciones de gran envergadura, solo por evitar la eventual vergüenza de no tener sustentos que exhibir en sus respectivas acusaciones.

El propio Estado Peruano, contagiado también de debilidad y complacencia, evita rechazar de plano, en todas sus letras, el reciente informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, plagado de falsedades, sesgos y distorsiones, informe que le hace un profundo daño a la propia institución, quitándole respeto, credibilidad y, lo que es peor, desnaturalizando sus respetables propósitos.

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Juan Paredes Castro es periodista y escritor