Hugo Coya

Decía el gran Julio Ramón Ribeyro que “vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación”.

Aunque corresponda a sus “Prosas apátridas”, publicadas originalmente en el año 1975, pareciera describir a la perfección la forma en la que el presidente emplea y empeña la palabra, sea oral o escrita. Y no me refiero solo a la trillada frase “palabra de maestro”, que ha repetido tanto hasta perder sentido, ni a la redacción de para optar el grado de magíster.

Si hay un denominador común en los diez meses de Gobierno ese es haber convertido las banderas que lo llevaron al poder en frases huecas, vacías, carentes de sentido, en contraposición a lo que se espera de un auténtico estadista: hacer de su prosa una lección constante de ética pública donde no quepan la mentira ni el anuncio vano.

Un recordatorio palpable ocurrió esta semana en el momento en el que un compungido cardenal afirmó: “me entristece que el presidente Castillo no haya cumplido con su palabra”, en alusión a la situación que enfrentara el 14 de abril tras reunirse con él y saliera a decir que le había hecho saber que cambiaría a su gabinete ministerial en breve.

Caso similar sucedió el 22 de diciembre, durante la reunión con un grupo de periodistas a los que prometió que mantendría a partir de ese momento una relación más cercana con la prensa. Los ejemplos sobran para demostrar que, luego de haber afirmado algo, todo permaneció como antes, sucedió al revés o, incluso, empeoró.

Otras personas que conversaron con él a solas o con poca gente alrededor me confiaron haberle escuchado ofrecimientos que duraron apenas el tiempo que se prolongó la reunión.

Difícil entender, entonces, qué motiva al presidente a prometer y no cumplir. Quizás se deba a una aparente necesidad de huir del silencio. La psicología es pródiga en el análisis de personalidades que le temen a la ausencia del ruido porque evoca la soledad y el poder, sin duda, puede convertirse en un desierto extremo.

Sea como sea, los dichos del jefe del Estado se han devaluado no solo por sus frecuentes dislates verbales, como confundir a Croacia con Ucrania o la épica parábola del pollo, sino porque, simplemente, son lanzados para que luego los arrastre el viento.

No obstante, pareciera que él no es consciente de ello y, sin ir muy lejos, el lunes, durante una ceremonia en el Ministerio del Ambiente, invocó a que “no perdamos el tiempo en discusiones estériles”. Una suerte de ‘digo lo que no hago y hago lo que no digo’.

Distante luce aquel 30 de mayo del año pasado cuando, en su cuenta de Twitter, proclamó que “el Perú no puede volver al pasado” y dejaba entrever que, tras su triunfo, se avizorarían nuevos tiempos, nuevas maneras de hacer política en nuestro país.

Castillo cargaba sobre sus hombros las enormes esperanzas de sus electores, ya que poseía el vigor persuasivo de los orígenes. Con una enorme legión de peruanos cansados de ser excluidos de las grandes decisiones nacionales, podía trazar un derrotero que demostrase la existencia de otras maneras de obrar y dirigir el país para bien.

Mas a estas alturas, queda claro que no ha entendido ni pretende entender la gran oportunidad que le concedió la historia: ser el maestro rural, fuera de los partidos y élites tradicionales, en alcanzar por primera vez el Gobierno de una nación como el Perú y marcar sobre aquella base una importante diferencia.

Al tiempo que la hora reclamaba un mandatario vigoroso, comprometido con enfrentar con eficacia una grave crisis política, económica, social y sanitaria, Castillo devenía un mandatario timorato, sin brújula, que ha hecho del verbo vacío y el error un peculiar estilo de Gobierno.

Se suma a esto su consabida incapacidad para responder a las denuncias que pesan en su contra, que se ufana de no revisar la prensa a fin de no tomar conocimiento de las críticas o que siquiera puede leer bien los discursos que sus asesores le escriben.

Por el contrario, Castillo parece empeñado en demostrar que no pretendía romper con el pasado porque todo apunta a que se ha vuelto un rehén de la vieja política, del habitual ‘toma y daca’ para contar con los votos necesarios que eviten su vacancia.

En contubernio con un puñado de partidos que se hacen de la vista gorda, caciques carentes de una ideología definida apoyan al Gobierno con el fin de obtener beneficios del Estado. Ora con nombramientos en altos escalones; ora con la concesión de contratos a empresas afines; ora con negocios excusos que saltan a la luz pública como palomitas de maíz frente al aceite hirviendo.

El Gobierno de los ‘nadies’ convertido en el Gobierno de unos ‘pocos’. Tal vez de los de siempre, solo que con énfasis distinto en las proclamas.

Eso explica en parte por qué los escándalos que a diario prodiga su Gobierno caen en saco roto, salvo una pronunciada caída en la popularidad, los ríos de tinta e ingentes cantidades de saliva que se gastan con una que otra crítica para matizar la rutina. Al final, en tiempos de ansiedad digital y necesidad de actuar para la platea a modo de no pagar las consecuencias en las próximas elecciones, todo deriva en un inmenso bla… bla… bla…

Con la demostración palpable de la ausencia de un real compromiso hacia los millones que lo votaron, Castillo escribe así los capítulos de nuestra historia reciente que, a este paso, merecerán pasar al olvido, al igual que viene aconteciendo con sus palabras.

Hugo Coya es periodista