Hugo Coya

Cierta vez, Cantinflas, el entrañable personaje creado por el cómico mexicano Mario Moreno, lanzó una frase que pasó a la posteridad y que me permito trasladar a la actual paradoja que se vive en el Perú: “Tengo una duda… ¿Todo está caro o soy pobre?”.

Por supuesto, no me refiero a la inflación, que viene carcomiendo el poder adquisitivo de los peruanos, ni a la reciente columna del ministro de Economía, Kurt Burneo, quien en el diario “Gestión” ha reconocido que el crecimiento para este año será muy bajo, que el PBI apenas avanzará entre 2,4% y 3,4% y que advierte, incluso, que el país puede caer en una recesión.

Como no soy economista, dejaré los problemas que castigan a nuestros bolsillos a los especialistas. Me centraré, entonces, en algunos elementos que busquen echar luces sobre el contrasentido de tener a un presidente cercado por acusaciones de corrupción y que la última le otorgue cinco puntos porcentuales más de respaldo ciudadano.

Una primera constatación sería la mudanza en el verbo presidencial. Después de permanecer meses a la defensiva, depararnos por momentos alocuciones rocambolescas y enfrentar ácidas críticas de la oposición, decidió, al parecer, escuchar los consejos de sus asesores que venía desoyendo y cambió la estrategia.

Ha retomado el viejo talante de sindicalista que le permitió conquistar a un importante sector del electorado. El resultado salta a la vista: el discurso trasluce una pronunciada virulencia y mayor aplomo.

Por supuesto, se debe al hecho de circunscribir las apariciones a auditorios más cómodos, sabedor de que difícilmente lo refutarán y que, cuando cargue las tintas contra sus enemigos, recibirá una estruendosa ovación.

Así, lo hemos visto en las últimas semanas junto a un puñado de ministros que hacen las veces de teloneros, similares a los grupos de menor envergadura que tocan antes de la presentación del artista principal en un concierto. Calientan primero la plaza y lo elogian con denuedo antes de que él pueda despacharse a su antojo ante un público que, afanoso, aguarda el mínimo silencio a fin de vitorearlo, sea por consigna, deuda por un beneficio recibido o por uno que aguarda que, en breve, se lo conceda.

Sin ir muy lejos, el presidente Pedro Castillo y su escudero, el ahora ministro de Trabajo, Alejandro Salas, se reunieron hace poco con mineros informales que exigen al Gobierno retirar decretos supremos y proyectos de ley que consideran perjudiciales y exigen la salida de la titular de Energía y Minas.

Repitiendo el guion, las palmas estallaron ni bien el mandatario se comprometió a dar marcha atrás en las normativas que impidan su formalización y dijo que los miembros de su gabinete estaban en permanente evaluación.

En un país donde resulta diminuto el número de personas que sigue a diario los temas con atención, la posibilidad de que un sector de la población mire con simpatía a un hombre envalentonado que ha surgido de los sectores menos favorecidos de la sociedad no resulta descabellada.

Pero no solo eso. Todo indica que los mítines encubiertos pretenden crear, asimismo, un frente que salga a defenderlo en el supuesto de que la oposición arrecie y consiga los votos necesarios para intentar vacarlo de nuevo.

La intención quedó palpable cuando el presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, instó en uno de esos encuentros a que los participantes trasladen a Lima a un grupo de 50 personas cada uno para hacer “arrodillar” a quienes tilda de “golpistas”. Aunque nos tiene acostumbrados a las destemplanzas, ese último dicho, evidentemente, buscaba provocar irritación entre los críticos y hasta una censura, hecho que le diese a Castillo una posición de ventaja si pretendiese cerrar el Congreso. Los congresistas ya pisaron el palito y hoy jueves Torres debe presentarse en el pleno para dar sus descargos sobre el tema.

Volviendo al nuevo (viejo) estilo presidencial, habría que destacar la nítida intención del mandatario por echar mano de una de las manidas y casi siempre exitosas tácticas del quehacer político: la victimización.

Lejos de responder a las gruesas imputaciones que pesan en su contra, aduce que son producto del racismo, algo que conecta bastante bien con numerosos peruanos porque muchos de ellos lo han sufrido y lo sufren a diario en carne propia.

La victimización otorga réditos inmediatos, máxime si se posee además una oposición que, con honrosas excepciones, resulta incapaz de lograr consensos; está plagada de acciones y frases fuera de foco, gestos racistas, denuncias al por mayor, conflictos de intereses y negociaciones incompatibles bajo la mesa.

Al final, para una parte de los ciudadanos de a pie, la contienda se resume entre quién es peor que el otro, pues varios de los políticos exhiben una pobreza moral que, a diferencia de la frase del personaje mexicano, no los torna caros, sino demasiado baratos. O sea, tan o más repudiables.

Así las cosas, la actual paradoja, difícilmente, será resuelta en el corto plazo con gente en todos bandos que, como Cantinflas, son desestructurados en el hablar y cínicos en el actuar.


Hugo Coya es periodista