"La rabia femenina está ahí. La pregunta es qué vamos a hacer con ella". (Foto: Netflix)
"La rabia femenina está ahí. La pregunta es qué vamos a hacer con ella". (Foto: Netflix)
Daniela Meneses

A pesar de su escasa experiencia personal, Otis sabe mucho de educación sexual. Hijo de dos sexólogos, el adolescente termina haciendo las veces de consejero para confundidos alumnos; todo desde un baño abandonado en su colegio. La trama de la serie (Netflix) no suena particularmente especial. Pero hay una razón por la que decenas de millones de personas –incluidas quienes hace tiempo dejamos la adolescencia– la alaban tanto: con las limitaciones que puede tener este formato, aborda con honestidad asuntos que incluso muchos adultos no conocemos. Y a través de tramas que incluyen la pansexualidad, la asexualidad y el vaginismo, “Sex Education” nos recuerda que cuando los adolescentes no encuentran respuestas en adultos responsables –padres o profesores– las siguen buscando, muchas veces en lugares inadecuados.

Quizás una de las escenas más discutidas es aquella en la que un hombre se masturba en un bus al lado de Aimee, compañera de Otis, y termina eyaculando en su pantalón. Mientras que los espectadores nos damos rápidamente cuenta de que es este episodio lo que la hace evitar subirse al transporte público y rechazar que su novio la toque, a Aimee le toma más tiempo procesarlo. Finalmente, sin embargo, se lo admite a sí misma, y lo comparte con un grupo de chicas. Lo que sigue no sorprende: se entera de que todas habían enfrentado también acoso y abuso. Las jóvenes deciden entonces ir a un descampado lleno de objetos abandonados y golpearlos con martillos y la escena se vuelve una celebración de la expresión de su rabia, su ira, su hartazgo.

La rabia femenina, por supuesto, no es un tema nuevo. Entre quienes la han explorado se encuentra la feminista afroamericana Audre Lorde, quien en “Usos de la ira: Las mujeres responden al racismo” cuenta cómo durante mucho tiempo trató de ignorar la rabia que sentía por el racismo, la exclusión, los estereotipos y el silencio. Pero, a diferencia del miedo a la rabia –que, dice, “no nos enseña nada”–, reconocerla es identificar su energía y su potencial transformador.

Aunque las palabras de Lorde son las de una mujer afroamericana de Estados Unidos en 1981, ¿acaso no es su rabia también la nuestra? ¿No es la que sentimos cuando matan a una mujer y a tres de sus hijos porque la policía no caminó 159 metros? ¿La que sentimos por la violencia y el acoso? ¿Por las barreras que encontramos para poder decidir sobre nuestra salud reproductiva? ¿Por el racismo? ¿No es la que nos invade en nuestra oficina, en la calle, en nuestra casa?

En “La ciencia de la rabia”, la corresponsal de “The Guardian” Hannah Devlin asegura que a veces se asume que los hombres sienten más rabia que las mujeres, “pero este no parece ser el caso. Las investigaciones muestran que las mujeres experimentan rabia con igual frecuencia e intensidad que los hombres”. En un artículo publicado en el “New York Times”, por su parte, Leslie Jamison da cuenta de una reseña escrita por Ann Kring, profesora de Berkeley, que recoge estudios publicados sobre la relación entre la rabia y el género. Kring encontró que las mujeres reportaban más vergüenza luego de experimentar rabia; que “las personas tienen más probabilidad de usar palabras como […] ‘hostil’ para describir la rabia femenina y ‘fuerte’ para la masculina”; y que, cuando sienten rabia, “las mujeres son más proclives a llorar, como si sus cuerpos […] estuvieran regresando a la apariencia de una emoción –tristeza– con la que son más comúnmente asociadas”.

La rabia femenina está ahí. La pregunta es qué vamos a hacer con ella. La discusión está pendiente y haríamos bien también en pensar cómo evitar caer en algunas trampas. No se trata de idealizarla y pensar que su mera presencia es suficiente para lograr un cambio. Tampoco de creer que tiene por sí sola valor epistemológico; como si no fuera cierto que en nombre de ella se han hecho cosas terribles. Y no se trata tampoco de exigir que todas las mujeres la sientan o la expresen. Pensemos, sino, en el peligro que puede significar para una mujer en una relación abusiva responder con ira a su pareja. Tenemos que saber separarla además de la agresividad y de la violencia, evitando que nos ciegue.

Vuelvo entonces a una frase de Jamison: “No espero que mi hija nunca sienta rabia. Espero que viva en un mundo que pueda reconocer […] las formas en las que la rabia y la responsabilidad, tan seguidamente entendidas como enemigas naturales, pueden convivir”.