"Debe fortalecerse la transparencia y la rendición de cuentas para lograr un mayor control ciudadano". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Debe fortalecerse la transparencia y la rendición de cuentas para lograr un mayor control ciudadano". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Flavio Ausejo

En las últimas semanas ha estado sobre el tapete el tema del control gubernamental. Tras la destitución de como contralor general de la República a principios de este mes, el Ejecutivo propuso al economista como su reemplazo. Y ayer la Comisión Permanente del Congreso lo ratificó para ocupar el cargo. ¿Pero qué consecuencias podría habernos dejado el caso del ex contralor Alarcón?

Para empezar, una menor confianza ciudadana respecto a la capacidad del Estado para controlar la corrupción. Todos los dimes y diretes que hubo entre la contraloría y el Ejecutivo provocaron la sensación de que ambos están mal y que, finalmente, la corrupción ocurre a vista y paciencia de todos.

También una reducción en la confianza de los inversionistas sobre la capacidad del Estado para velar por el debido proceso; por ejemplo, en las licitaciones y las adendas (pues es allí donde han sido detectadas las irregularidades). Esto lleva a que empresas privadas tengan reparos en invertir tiempo y recursos en procesos que podrían estar amañados, así como desconfianza por parte de los servidores públicos sobre sus propias decisiones.

Los cuestionamientos de la contraloría han estado centrados principalmente en los criterios utilizados por los funcionarios para tomar decisiones, lo que va en contra de las propias normas de esa entidad. Además, estos cuestionamientos provocan que el servidor público prefiera adoptar el criterio del organismo de control –que no tiene ni la especialidad ni la función para tomar este tipo de decisiones– a fin de no enfrentar posteriores problemas.

La desconfianza produce un efecto colateral: una menor velocidad en la toma de decisiones. Ello pues el funcionario preferirá primero contar con toda la información, solicitando informes legales adicionales –que cuestan dinero– y esperando el punto de vista de la contraloría. Lo mismo sucede con la implementación de las decisiones, lo cual afecta la eficiencia del proceso.

Pero junto a las consecuencias, lo ocurrido genera también una oportunidad para reformar todo el sistema de control gubernamental.
La contraloría debería concentrarse en priorizar aquellas decisiones que tienen mayores efectos sobre la sociedad (resultados e impactos). La cantidad de entidades públicas es enorme y estas cuentan con sus propios sistemas internos de control.

Eso sí, debe fortalecerse la transparencia y la rendición de cuentas para lograr un mayor control ciudadano. Lo anterior implica cambios estructurales, como introducir de forma sistémica nuevas metodologías de control y trabajo multidisciplinario, involucrando a otras profesiones además de contadores en esa labor.

El elemento central para lograr cambios en la contraloría es, sin duda, la voluntad política que exista para reformarla. Una primera señal ha estado en la decisión que tomó ayer el Congreso: ratificar a un economista como Nelson Shack para el puesto de contralor ha ido en la línea de fortalecer el enfoque técnico de esa entidad.

En la dimensión económica, la disponibilidad de presupuesto para emprender una reforma del organismo de control será otra señal de la voluntad del Ejecutivo por mejorar el sistema.

Por último, en la dimensión social, la contraloría debe atender una demanda ciudadana básica: que la plata de los impuestos sea utilizada en mejorar la calidad de vida de las personas y que quienes no lo hagan sean identificados y sancionados.