(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Iván Alonso

Una ley aprobada en el Congreso –y observada por el Ejecutivo– amenaza con alterar los incentivos de los establecimientos comerciales para dar solución a los reclamos de los consumidores. La ley en cuestión obliga a poner en conocimiento del , en un plazo perentorio de siete días, cualquier acontecimiento registrado en el libro de reclamaciones, aunque ya haya sido resuelto satisfactoriamente. Un economista no podrá negar que, si finalmente es aprobada por insistencia en el Congreso, disminuirá, en efecto, el número de reclamos. Pero no necesariamente aumentará la satisfacción del consumidor. Para cumplir con las exigencias de la ley y evitar multas y sanciones, se incurrirá en mayores costos, que serán trasladados a los precios; y los términos de las garantías comerciales que hoy se ofrecen se volverán más restrictivos.

Los autores de la ley parecen partir de la premisa de que los procesos de producción son infalibles y que la perfección en la atención al cliente es humanamente alcanzable. Ciertamente, es mucho lo que se puede hacer en todo orden de cosas para prevenir las fallas. Pero siempre interviene el azar. La prevención no es más que un intento de dominar ese elemento. Nadie puede “asegurar” la calidad; todo lo que se puede hacer es minimizar la probabilidad de ocurrencia de un error. 

Eso, sin embargo, no se da gratuitamente. Para reducir la probabilidad de fallas hay que hacer un esfuerzo consciente y costoso. Hay que inspeccionar la línea de producción a intervalos de tiempo y de espacio más cortos. Hay que aumentar la frecuencia del mantenimiento. Hay que comprar equipos más sofisticados y más caros, que permitan mantener la sopa a la temperatura exacta deseada por el cliente hasta el momento de servirla. Cada paso en el incremento de la calidad, entendida como una reducción en la probabilidad de ocurrencia de una falla, viene a un costo mayor que el anterior. El consumidor no necesariamente desea un producto de la más alta calidad porque el costo puede resultar prohibitivo.

Más barato que tratar de lograr la perfección puede ser ofrecerle al consumidor una garantía. ¿Está fría la sopa? Se la calentamos. ¿Se le descosió la basta? Se la cosemos. ¿Se le malogró la refrigeradora? Le mandamos al servicio técnico o, por último, se la cambiamos. El proveedor tiene que balancear el costo de reducir la probabilidad de una falla con el costo de remediarla, si es que ocurre.

La nueva ley altera ese balance. Ya no será suficiente remediar la falla. Igual habrá que reportarla. Y ante la posibilidad de que venga el Indecopi a imponerle una sanción, el proveedor previsiblemente aumentará sus esfuerzos –e incurrirá en mayores costos– por evitar que ocurran fallas. Si al cabo de un año hiciéramos una evaluación de los efectos de la ley, veríamos seguramente que hay menos reclamos en los libros de reclamaciones. Pero eso no es todo: los mayores costos tendrán que compensarse de alguna manera. Una parte se trasladará a los precios de los productos. Otra se compensará recortando el alcance de las garantías; limitando sus plazos, por ejemplo, o sujetándolas a condiciones adicionales que ningún regulador pueda fácilmente percibir. Como han señalado algunos entendidos en la materia, desaparecerán los incentivos para llegar rápidamente a un arreglo satisfactorio para el consumidor.