La verdadera mano negra, por Gianfranco Castagnola
La verdadera mano negra, por Gianfranco Castagnola
Gianfranco Castagnola

Las dificultades por las que ha estado atravesando la inscripción de Julio Guzmán generan una encendida y dilatada controversia. Desde diversas ópticas, abogados, analistas y políticos esperan que las autoridades electorales, en resumen, “hagan cumplir la ley, pues todos deben cumplirla por igual” o “prioricen el derecho ciudadano a elegir, que es el derecho constitucional protegido”. 

Resulta inevitable comparar las atribulaciones de Guzmán con los obstáculos que empresas y ciudadanos enfrentan al lidiar con el Estado. Es que en todos los casos las trabas tienen el mismo origen: la sobrerregulación y el formalismo, que se han consolidado a tal extremo en nuestro país que se ha perdido de vista los objetivos que deben perseguir las leyes y la acción del Estado.

Ante cada nuevo desafío, problema o necesidad, real o inventado por algún congresista o burócrata, la respuesta regulatoria es un rosario de requisitos formales (registros, certificados, acreditaciones, permisos, etc.), ya sea bajo la creencia que estos per se van a darle solución, o porque parece no haber otra opción y hay que hacer algo. 

En el campo electoral, en el 2003 se quiso remediar la debilidad y limitada democracia interna de nuestros partidos políticos con una ley que dispone procedimientos y formalidades. Con experiencia y asesoría legal, los partidos mal que bien las han cumplido. Sin embargo, doce años después no se puede sostener que tales formalidades hayan servido para dar vida real a los partidos. 

Las regulaciones se emiten sin responder antes las preguntas básicas: ¿qué problema queremos solucionar?; ¿cuál es la mejor forma de hacerlo?, lo cual incluye, como opción, no hacer nada; ¿cuál es su costo?, tanto para el Estado como para los ciudadanos y empresas; y, en el caso de regulaciones a la actividad económica, ¿cómo impacta en la competitividad? 

Carentes de estudios sólidos que las sustenten y las hagan viables y eficaces, las normas se limitan a repetir el paradigma formalista del puro procedimiento y papeleo, siempre costoso e inútil. En el ámbito laboral, por ejemplo, se ha desarrollado toda una veta regulatoria alrededor de la salud ocupacional. Nadie puede estar en contra de que al interior del centro de trabajo se instalen las mejores condiciones para mejorar la salud de los trabajadores. Sin embargo, las ocurrencias de la Ley de Salud Ocupacional poco contribuyen a la salud y mucho al incremento de los gastos de las empresas: S/100 por trabajador cada dos años en exámenes médicos de dudosa utilidad y cuatro charlas anuales sobre temas irrelevantes brindadas por las empresas autorizadas.

Igual ocurre con la Ley Universitaria, que impone requisitos formales para rectores y docentes. ¿Tendremos mejores universidades por limitar la nacionalidad del rector (solo debe ser peruano) o la edad de sus profesores a 70 años, y solo considerar como maestrías válidas para catedráticos a aquellas con 48 créditos, cuando muchas de las más prestigiosas en el mundo, como señaló Alfredo Bullard en estas páginas, se obtienen con 24? 

En muchos casos las exigencias burocráticas son tan complejas y arbitrarias que el ciudadano o empresario común termina siendo incapaz de concluir el trámite por sí solo y debe contratar la asesoría de costosos expertos. Esto lo saben bien quienes persiguen una certificación de Defensa Civil. 

Es evidente que la sobrerregulación y el formalismo alientan la informalidad, pero esta clase de normas pretende remediar ese mal con sanciones más drásticas a los incumplimientos: multas, cierre de local y hasta cárcel para el gerente, lo que resulta inefectivo y desproporcionado. 

Esta maraña normativa genera miles de horas perdidas, inhibe la generación de riqueza y la transfiere de unos bolsillos a otros y cuesta a ciudadanos y empresas, solo en pagos de trámites al Estado, un equivalente a 3% del PBI, según un estudio reciente del Instituto Peruano de Economía (IPE).

El propio Estado ha caído en su maraña normativa y se autorregula de una manera extremadamente formalista. Las entidades públicas, incluso las que quieren cumplir su función y servir al ciudadano de manera eficiente, son agobiadas por el papeleo y formalismo sin sentido, lo que es agravado en este caso por el temor al control, también formalista, de la contraloría. El resultado es un Estado ineficaz, lejano de una población demandante de servicios de calidad.

Parecería extraño que todos vivamos agobiados por la “tramitomanía”, a pesar de que los proyectos favoritos de los últimos gobiernos en materia de gestión pública han sido los de “simplificación administrativa”. Salvo contadísimas excepciones, todos estos esfuerzos han fracasado. 

Lo que se requiere es erradicar el paradigma formalista y sobrerregulador enquistado en las entidades y gestores públicos. Necesitamos una revolución regulatoria que elimine esa verdadera mano negra.