El documento explica que el pedido de una reunión con el jefe del Estado tiene como finalidad de discutir las posibilidades que existen de una aprobación de la propuesta sobre el adelanto de elecciones. (Foto: Congreso)
El documento explica que el pedido de una reunión con el jefe del Estado tiene como finalidad de discutir las posibilidades que existen de una aprobación de la propuesta sobre el adelanto de elecciones. (Foto: Congreso)
Federico Salazar

El presidente Vizcarra ha planteado al Congreso un proyecto de reforma constitucional para cambiar el mandato del Ejecutivo y del Legislativo. Quiere que sea de cuatro años, no de cinco, como dice la Carta.

Esta propuesta debe ser discutida, pero debe ser rechazada.
La propuesta pretende “optimizar las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo”. Quiere permitir “ir recuperando la confianza y legitimidad de la clase política” (proyecto de ley 4637/2019-PE).

La Constitución no puede ser cambiada para algo tan vago y azaroso. La Constitución no pretende que las relaciones entre los poderes sean “óptimas”. Pretende que sean funcionales, legales y constitucionales.

Ha quedado bastante claro que el gobierno ha gobernado sin ningún problema en lo que le compete. En sus iniciativas de reforma constitucional, incluso, ha sido apoyado.

El Congreso ha aprobado presupuestos, ha autorizado viajes del presidente, ha otorgado facultades al Ejecutivo para que legisle, ha cooperado con varios ministros, ha aprobado iniciativas de reforma constitucional.

Si el Congreso rechaza uno u otro proyecto del Ejecutivo, eso no es obstruccionismo ni crisis política. Llamarlo así es un engaño.

El Tribunal Constitucional se ha manifestado sobre las reformas constitucionales. En varias de sus sentencias se ha referido a las cláusulas que dan identidad o que afectan la esencia de la Constitución. La separación de poderes es una de ellas (Const., art. 43). La irretroactividad de las leyes, otra (Const., art. 103).

No puede haber, pues, una reforma que cambie la separación de poderes o que disponga que una ley se aplique retroactivamente. El proyecto del presidente Vizcarra no se puede cumplir sin quebrar principios básicos (“pétreos”) del orden constitucional.

En una sentencia del año 2002, el Tribunal Constitucional (TC) hablaba de los “límites materiales implícitos” de las reformas constitucionales. Una modificación que los alcance, decía, “sencillamente implicaría la ‘destrucción’ de la Constitución” (par. 5, 76.ii, Exp. 014-2002-AI/TC).

El TC se refiere a los “principios referidos a la dignidad del hombre, soberanía del pueblo, Estado democrático de derecho, forma republicana de gobierno y, en general, régimen político y forma de Estado”.

El “Estado democrático de derecho” incluye, obviamente, el principio de la separación de los poderes y el principio fundamental de no aplicar una ley sobre hechos pasados y concluidos. La reforma constitucional, por supuesto, es una ley.

En su voto singular, el recordado magistrado Manuel Aguirre Roca adscribe que las reformas constitucionales “deben respetar la continuidad y la identidad de la Constitución”.

El tiempo de los mandatos en los poderes del Estado, ¿no corresponde, precisamente, a esa continuidad? ¿No son, acaso, parte esencial de la identidad de la Constitución? Una Constitución con una presidencia por cuatro años, ¿es igual que una Constitución con una presidencia de cinco?

El presidente Vizcarra quiere que a mitad de camino cambien los mandatos. Nos quiere decir: los compromisos no importan.

Si usted tiene dificultades con su socio en su empresa, no hay problema, deje de respetar la sociedad. Y no tiene que esperar un proceso judicial donde usted tenga que demostrar que su socio cometió una inconducta. ¡Cambie la vigencia de los mandatos! ¡Redúzcalos un año!

Si los alumnos están muy aburridos porque el profesor no es bueno, ¡que se salgan a la mitad de la clase! Si son mayoría, pueden cambiar las reglas de juego. Pueden decir que ahora las clases son de media hora, empezando por la que está en curso.

Esta es la lección que dejaríamos si el Congreso acepta la propuesta del Ejecutivo. No solo quebraríamos la Constitución, sino también el valor moral que consiste en respetar las reglas e imponerse la autodisciplina del compromiso.

Sin este compromiso de la gente por sus propias reglas ningún texto constitucional tiene fundamento. Su vigencia viene de esa convicción. Más que los procedimientos formales, el imperio de la ley surge de esta fuente consuetudinaria.

Lamentablemente, en este aspecto, ya se ha quebrado en parte la Constitución. Agrandar tal quiebre no es, si no, dar muerte definitiva a lo que nos queda de Constitución.

El daño puede ser tremendo. No dejemos que suceda.