(Foto:Congreso)
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Carlos Meléndez

En las últimas semanas hemos coleccionado un álbum de críticas al gobierno de Vizcarra. No hay novedad en los adjetivos empleados (desde pusilánime hasta pecho frío). Se lo caracteriza como demasiado débil políticamente y falto de ambición reformista. Aunque tales diatribas bien pudieron reprochárselas a desde sus primeros meses de mandato, pocos lo hicimos. A PPK le gritaban que se pusiera el alma; a Vizcarra le atribuyen un espíritu pequeño. A nuestra casta opinológica le resulta más fácil criticar a un gobierno “provinciano” que a uno “de lujo”. No se deje pisar el poncho, presidente.

No voy a enfocar mi análisis solo en el Ejecutivo, sino que incluiré también a quienes están en la acera de enfrente. ¿Se ha preguntado, estimado lector, cuál es la magnitud de la oposición a este gobierno? ¿Cuáles son sus mecanismos de presión, sus reclamos e intereses? Si bien se le puede cuestionar al gobierno su carencia de plan de vuelo, ¿proponen sus detractores alguna alternativa?

Casualmente, las críticas más férreas provienen de voces antifujimoristas: principales opositores al gobierno, carentes de representación orgánica, pero con presencia mediática. Reprochan a Vizcarra su aversión al enfrentamiento con el fujimorismo –ahí radicaría la falta de calor en sus pectorales–, cuando la principal lección que nos legó la caída de PPK es no radicalizar, innecesariamente, una pugna entre poderes. Vizcarra intenta no ser anti ni pro; procura acuerdos puntuales con Fuerza Popular –partido de mayor peso parlamentario–, pero el antifujimorismo lo entiende como subyugación total. A estos últimos no les satisface, siquiera, la promesa del presidente de acatar, sea cual fuere, el fallo de la sobre el indulto a Fujimori (en teoría, la razón de ser del antifujimorismo).

La derecha y su tecnocracia piden mano dura en reformas económicas y con la conflictividad social. Este sector, a diferencia del antifujimorismo, expone más razones que pasiones; es ideológico. Quizás los profesionales capitalinos estemos perdiendo de vista algo que dos ex presidentes regionales, como Vizcarra y , saben reconocer en el manejo de las presiones sociales. ¿Acaso no ha sido este estilo negociador, de mesa de diálogo, el que logró la ampliación de Toromocho? En estas idas y vueltas, de aparentes derrotas –como la devolución de los impuestos a los camioneros–, tal vez haya una racionalidad que la neblina limeña no nos permite distinguir. Antes de etiquetarlo de populista, prefiero el beneficio de la duda.

Debemos entender que las deficiencias del actual gobierno –y de su oposición– son estructurales, por lo cual no debemos endilgárselas –tan laxamente– a esta administración, improvisada para completar el término de un gobierno fallido. El establishment partidario, tecnocrático y empresarial cayó con Lava Jato y Kuczynski. El fujimorismo lidia con sus demonios, mientras la informalidad y la corrupción nos carcomen día a día. Toda la clase política ha perdido legitimidad. Es el peor escenario de gobernabilidad desde el 2001. Hagamos críticas –el Gabinete no cuaja como equipo, es una suma de personalidades–, pero pongamos los argumentos en contexto.