(Ilustración: Victor Aguilar)
(Ilustración: Victor Aguilar)
Roberto Abusada Salah

Dura y difícil tarea le espera al nuevo presidente. El Perú está teñido de desconfianza, confusión y acrimonia, y en un ambiente así es doblemente difícil conducir a la nación. Más aun si se tienen las manos en el timón de un Estado que ha devenido en disfuncional. El liderazgo y el ejercicio efectivo del poder dependen crucialmente de un aparato burocrático que actualmente no funciona de manera racional ni eficiente. Esta es una de las primeras desagradables dificultades que encontrarán el nuevo presidente y sus ministros.

Cuando en su reciente visita al norte del país Martín Vizcarra se quejó del escaso avance del proceso de reconstrucción, no hacía otra cosa que experimentar los resultados que ha producido una burocracia descoyuntada. Quizá el actual presidente podría pensar que una vez creada la Autoridad para la Reconstrucción con Cambios, empoderada por una ley que le otorga todo tipo de facilidades financieras y administrativas para llevar adelante su misión, la reconstrucción marcharía a paso ligero y se completaría en un breve plazo. Pero en realidad eso no es así. Cualquier ministro saliente que haya interactuado con la Autoridad para la Reconstrucción le podrá explicar que esta famosa agencia no es otra cosa que una instancia más con la que hay que “coordinar” para llevar a cabo la más mínima intervención en el terreno.

Y si esto es así tratándose de una misión como la reconstrucción en la que el consenso es absoluto, podemos imaginarnos las dificultades a las que se deberán enfrentar cuando se trate de diseñar y llevar a la práctica las reformas estructurales que el Perú necesita con urgencia. Tales reformas requieren no solo de difíciles consensos políticos, sino de una burocracia eficaz dispuesta a llevarlas adelante.

Lo cierto es que los procedimientos y trámites del aparato administrativo-burocrático han hecho metástasis. El Ejecutivo se ha agrandado con nuevos ministerios y una pléyade de agencias gubernamentales organizadas de manera caótica que han cobrado vida propia, haciendo cada vez más complicada la tarea de gobernar el país. Como si esto fuera poco, el proceso de descentralización añadió una capa adicional de burocracia creando regiones donde existían departamentos. Se abandonó el proyecto descentralizador de unir departamentos complementarios para crear verdaderas regiones y se ha puesto en peligro el carácter unitario de la nación. Hoy existen 26 regiones y de manera absurda Lima metropolitana alberga dos “regiones”: Lima y Callao.

El nuevo gobierno tiene al mando a dos ex gobernadores regionales, ambos con gestiones exitosas que mostrar. Vizcarra y Villanueva tienen el conocimiento, la oportunidad y la obligación de evaluar profundamente el proceso de regionalización e iniciar una tarea que detenga la balcanización del país. Se debe rescatar el fin último de la regionalización, que es el de llevar al Estado más cerca de los ciudadanos, y no simplemente crear 26 estados donde se replique el centralismo en pequeña escala y donde gobierne el más audaz, el más fuerte o el más corrupto. Para enderezar la regionalización no hacen falta más leyes. Las siete leyes de desarrollo constitucional que rigen la regionalización son medianamente adecuadas. El problema no radica en la legislación, sino en la irresponsable aplicación de esas leyes por parte de los gobiernos de Alejandro Toledo y Alan García.

Quizá sea muy corto el tiempo hasta el 2021 para concluir esta y todas las reformas que requiere el Perú para retomar la senda del progreso, pero existen a mi juicio tres tareas que no pueden esperar si se quiere rescatar al país del peligroso rumbo que ha tomado. La primera y más urgente es la de la consolidación fiscal. Si no se establece una senda creíble para la disminución del déficit fiscal a un nivel de alrededor del 1% del PBI, se habrá tirado por la borda gran parte del avance y progreso que se ha conseguido con tanto sacrificio en el último cuarto de siglo. La segunda es concluir al menos con la parte más sencilla de una más amplia reforma laboral. Ello consiste en revertir la errónea interpretación que ha hecho el Tribunal Constitucional del artículo 27 de la Constitución que repuso de facto la estabilidad laboral absoluta desde el 2001. Finalmente, restaurar el aparato administrativo burocrático poniendo en práctica la extensa reforma regulatoria que fue promulgada por el gobierno saliente el año pasado en uso de las facultades legislativas otorgadas por el Congreso. Una eficiente y exhaustiva aplicación de la reforma regulatoria demandará una gran dosis de liderazgo, pero también tiene el potencial de rescatar la gobernabilidad del país.