Martín Vizcarra clausuró el 11 Gore Ejecutivo agradeciendo la participación y la coordinación con los gobernadores regionales. (Fotos: Giancarlo Ávila / GEC)
Martín Vizcarra clausuró el 11 Gore Ejecutivo agradeciendo la participación y la coordinación con los gobernadores regionales. (Fotos: Giancarlo Ávila / GEC)
Juan Paredes Castro

Hay decisiones que, para bien o para mal del país, están constitucionalmente en las enteras y exclusivas manos del presidente de la República.

El deslinde, en esta competencia del más alto nivel político, tiene que entenderse con claridad, para evitar (en estos tiempos de fútbol) que la pelota vaya a la cancha de otro poder del Estado.

El poder presidencial está dotado de mandatos diáfanos y precisos. ¿Funciona o no funciona? Esa es la pregunta que debemos hacernos siempre.

Se trata de decisiones presidenciales que tienen que ver con el cumplimiento de la ley desde la más alta instancia de autoridad que los peruanos reconocemos.

No tomarlas, dejarlas que vegeten en los recovecos burocráticos, rodearlas de temor o vacilación, delegarlas en manos incompetentes y, por último, postergarlas por diversos cálculos políticos supone convertirlas en fuente potencial de los fantasmas que afectan las acumuladas demandas y expectativas ciudadanas.

La falta de decisiones presidenciales capaces de infundir autoridad y confianza nos lleva a constatar, con seria preocupación, proyectos mineros de existencia incierta, como los de y Las Bambas; proyecciones de crecimiento económico que calzan más en simulaciones académicas de maestrías apresuradas; cuadros de gestión administrativa y presupuestal que vienen impresos en fantasía; y explicaciones de ministros, de las escasas que podemos escuchar sobre sus sectores, más presuntuosas que sinceras.

Si uno tuviera que extremar, en una metáfora, la suma de fantasmas que corresponden a la inoperancia estatal, y, lo que es peor, que provienen de las flojeras y las deficiencias burocráticas ministeriales, desde la desgracia de Tía María hasta las hoy decaídas inversiones en general, pasando por el abandono total que sufre la infraestructura del turismo en la región Áncash, sería fácil imaginar, en Palacio de Gobierno, la inauguración de un museo de las indecisiones presidenciales.

Hay situaciones insólitas como la de un bien dotado aeropuerto en Anta, cercano a Huaraz, pero sin vuelos desde hace mucho tiempo, o el descenso en picada de atractivos turísticos como Chavín, Wilcahuain y las lagunas de Llanganuco y Parón, que apenas conservan de milagro sus trochas de acceso. Si esto puede suscitar una mínima ausencia de decisiones presidenciales, en comparación con otras, lo que pasa con la reserva arqueológica de Nasca y con la reserva natural de Paracas, amenazadas por la depredación constante, no es poca cosa. Basten ambos ejemplos para subrayar el hecho de que nos estamos llenando, ya no de elefantes blancos, sino de fantasmas de inacción en alerta roja, respecto de los cuales el Gobierno y el Estado solo nos ofrecen simulaciones, fantasías y presunciones.

El propio tiene que ser consciente de que su poder presidencial, al caer sucesivamente en indecisiones que le competen directamente, se llena día a día de fantasmas, que sus asesores estratégicos, irónicamente, pretenden ocultar bajo el humo del cotidiano barullo coyuntural político.

Hace poco el economista jugado por el alguna vez presidente de la región de Moquegua, Martín Vizcarra, en el impulso y aprobación, contra viento y marea, de la inversión minera de Quellaveco. El propio mandatario ha convertido en fantasma propio ese éxito de su pasado como autoridad regional, al restringir hoy de manera notoria su autoridad presidencial frente al proyecto minero de Tía María, en Arequipa, al que el limbo gubernamental actual está condenando, como lo hizo en el caso de Conga en Cajamarca, a la parafernalia política de los dirigentes extremistas que encabezan el tumulto social antiminero, indudablemente bien solventado.

Otro respetable economista, Carlos Adrianzén, también le recordaba en estos días a Vizcarra algo muy directo y concreto: que en él descansa, en toda su magnitud, el cumplimiento de la ley, y que de nadie más que de él depende que se hagan muchas de las cosas que no se hacen en el Perú, ante la falta, precisamente, de autoridad presidencial.

¿Podrá despertar el mandatario a esta realidad?