(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Mi hijo se ha hecho adicto. Su cerebro ha sido abducido por algo peor que una droga: un juego llamado Fortnite.

Cada vez que me despierto, cada vez que llego a casa, lo encuentro hipnotizado frente a la Playstation. En la pantalla, mi hijo se convierte en un tipo musculoso que invade una isla armado con un fusil y, a saber por qué, con un paraguas blanco. Atrincherado tras muros de casas derruidas, dispara contra enemigos ocultos. Y cuando termina de matarlos a todos, celebra con el baile que hacía el hermano tonto de Will Smith en “El príncipe de Bel Air”. Debe haber un significado oculto en esa extraña combinación de elementos. Pero no alcanzo a descifrarlo.

Lo peor es que el niño no está solo en esto. Mediante un micrófono, discute los detalles de su invasión con otros amigos, que se convierten en presencias fantasmales en mi sala. Cuando lo recojo del colegio, está comentando jugadas con esos amigos en carne y hueso. Y si le prohíbo jugar, se engancha a una computadora y observa jugar a youtubers profesionales. Lo hace para aprender trucos, esperando, como siempre, el momento de volver a la maldita isla para aplicarlos. Fortnite es más que un juego: es una epidemia.

Por cierto, una epidemia muy rentable. Según leo en el diario “El País”, 125 millones de niños en todo el mundo le dedican una media de seis horas semanales en todo tipo de dispositivos. El juego recauda 300 millones de dólares al mes en compras dentro de la aplicación. Y los youtubers profesionales pueden amasar hasta medio millón de dólares al mes por compartir sus secretos.

Tanto gasto no se debe precisamente a sus virtudes educativas. En principio, Fortnite es la pesadilla de un pedagogo. Ha conseguido reunir en un juego todo lo que aterroriza a los formadores de las mentes del futuro: adicción alienante, aporte cultural nulo y banalidad de objetivos. Quizá lo más alarmante sea su evidente estetización de la violencia: nadie sangra al morir, los asesinos tienen cuerpos de gimnasio y lucen accesorios glamurosos, y por supuesto, todos los premios del juego sirven para estilizar y decorar el hecho de que les disparas a muerte a tus rivales.

Y sin embargo, en esencia, Fornite no es muy diferente de lo que hacíamos nosotros de niños, con menos tecnología: jugar a la guerra. Usábamos escopetas de plástico y quizá estrellas de sheriff, pero al final, nos pasábamos muchas horas disparando a los enemigos hasta matarlos a todos. Los juegos son ensayos para la vida, y en la vida encontraremos competencia, rivalidad, incluso violencia. La inmensa mayoría de las personas no se ha vuelto asesina en serie por eso.

El pánico surge, no de la esencia del juego, sino de su condición tecnológica. Y ahí también repite lo que ocurría en nuestra infancia, cuando la sociedad recelaba de... la televisión. Las nuevas tecnologías asustan porque no conocemos sus alcances. Nuestros hijos se horrorizarán con los juegos de nuestros nietos, y recordarán lo educativo que era el Fortnite en comparación.

Me inclino a creer que el problema no es el Fortnite, sino la cantidad de tiempo muerto que los padres dejamos a los niños para jugar con él. En realidad, los padres podríamos llevarlos a museos, construir naves espaciales con ellos, hacer deportes, pero nos sentimos cómodos con el niño controlado en la sala de la casa mientras leemos el periódico... o miramos nuestro smartphone.

No son los niños los que se idiotizan con el Fortnite. Somos los padres. Pero es muy conveniente tener a quién culpar de nuestra pereza.