(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Mis primeros recuerdos son de México. Y uno de los más intensos es el de la visita a las momias de Guanajuato. Las momias son una colección de cadáveres con pieles crocantes y vello púbico que se exhiben para entretenimiento del público. Entre ellas, se cuentan algunas curiosidades, como los cuerpos de tres muertos violentos –apuñalado, ahorcado, cataléptica– con las marcas visibles de sus respectivos decesos. O la momia más pequeña del mundo: la de un feto muerto en el vientre de su madre. Al final de la visita, se le ofrecen al visitante ataúdes, para que se fotografíe haciendo de momia. Incluso hay unos féretros en miniatura. Así, los niños no se pierden la oportunidad.

Las momias de Guanajuato, como las calaveras de azúcar que venden los panaderos el Día de Muertos, o las catrinas huesudas con elegantes sombreros que decoran las casas, forman parte de la extendida tradición mexicana de burlarse de la muerte. Puede parecer una actitud frívola o irrelevante. Sin embargo, es precisamente el resultado de un país que ha conocido grandes tragedias y plagas de magnitud bíblica.

A mediados del siglo XIX, guerra mediante, Estados Unidos le arrebató a México la mitad de su territorio. La Revolución Mexicana en la segunda década del siglo XX se cobró casi un millón y medio de muertos, no solo por las balas sino, sobre todo, por las enfermedades y la falta de agua. A raíz de ello se estableció una dictadura por sistema, la más larga del siglo XX. En 1985, un terremoto de 8,1 grados en la escala de Richter dejó un saldo de 10.000 muertos, 5.000 desaparecidos y 6.000 edificios colapsados. En los últimos años, los cárteles mexicanos de la droga han protagonizado las escenas más dantescas de los informativos, incluyendo decapitaciones, adolescentes sicarios y decenas de cadáveres arrojados en mitad de la calle ¿Es posible competir con esas desgracias?

El humor negro mexicano siempre ha sido una manera de derrotar al dolor. Los mexicanos le dicen a la muerte: “Sé que ya llegarás y que no puedo cambiarlo, pero puedo dejar de tomarte en serio”. El mecanismo de defensa se ha perfeccionado a través de catástrofes sin cuento, y por eso mismo, funciona. Sin embargo, no deja de implicar una aceptación fatalista de ese dolor. Oculto tras la sonrisa, un resto de tristeza y resignación cubre de gris ceniza ese “no puedo cambiarlo”.

Exactamente 32 años después de aquel fatídico sismo, la tierra ha vuelto a enviar a México una prueba. El terremoto de hace diez días ha causado mas de 300 muertos, miles de heridos, y ha destrozado numerosas infraestructuras del centro y sur del país, especialmente en la capital, Morelos y Puebla. Pero esta vez, la reacción ha estado muy lejos de la resignación. Todo lo contrario: los mexicanos han salido a la calle a vencer a la muerte.

Decenas de miles de personas –sobre todo, jóvenes– se han puesto chalecos reflectantes, cascos y carteles con su grupo sanguíneo para salir a ayudar a los damnificados, rescatar a los heridos y limpiar los escombros. Las redes sociales han hervido con avisos que indicaban dónde hacían falta medicinas o vehículos, o qué rutas aún eran transitables para llevar provisiones y mantas. En una de las mayores muestras de solidaridad y fuerza que se han visto en la desigual América Latina, los mexicanos incluso han acogido en sus casas a quienes lo han perdido todo.

El México de esta semana ya no acepta la desgracia con una sonrisa irónica. Ahora sale a la calle a enfrentarla. A la muy chingona, más le vale cuidarse.