Mi derecho al porno, por Federico Salazar
Mi derecho al porno, por Federico Salazar
Federico Salazar

La delincuencia avanza. El gobierno hace intentos por enfrentarla. El Congreso, en cambio, no tiene este tema entre sus prioridades.

En el Parlamento, más bien, se gasta el tiempo en temas absurdos. Tal es el caso del proyecto de ley que propone prohibir la difusión de pornografía por Internet (PL 825/2016-CR, del 21 de diciembre 2016).

La pornografía, debe recordarse, no es delito. No puede serlo porque se trata de prácticas sexuales entre adultos, grabadas para el consumo de adultos.

La pornografía infantil, obviamente sí es delito. Los menores de edad, supone la ley, no son aún dueños de sus actos. 

Resulta execrable la utilización de un menor de edad para cualquier acto sexual. Un verdadero horror, crear y reproducir imágenes de ello para su difusión.

Las autoridades deben enfocarse en la represión de estas conductas. No deben perder el tiempo tratando de regular la conducta de los adultos. Ni siquiera de los que consumen pornografía.

El proyecto pretende prohibir “la difusión en Internet de páginas web u otros de contenido y/o información pornográfica”. Tal contenido, sostiene, “afecta a la salud mental y a la educación sexual de las personas”. Además, “incentiva los delitos sexuales”.

La pornografía no afecta la salud mental de nadie. Puede suceder que algunas personas con tendencia compulsiva hagan consumo de pornografía de manera compulsiva. Eso es, evidentemente, una redundancia.

Los legisladores no pueden invertir la relación básica del entendimiento humano, la relación de causa y efecto. La pornografía no afecta la salud mental.

Bajo la premisa falsa de que la pornografía es causa de un deterioro mental, los proponentes van más allá. Señalan que la pornografía “representa un factor que incentiva los delitos sexuales”.

Si un pedófilo ve pornografía, de ahí se salta a la “conclusión” de que la pornografía “causa” la pedofilia. Nuevamente, el rábano por las hojas.

Si esa forma de razonar se extiende, podríamos prohibir las películas policiales porque “representan un factor que incentiva los asaltos”. Este es el tipo de lógica que avalan los proponentes del proyecto.

Bajo esas insólitas premisas, el proyecto propone obligar a las empresas proveedoras del servicio de Internet a instalar bloqueadores de contenido pornográfico.

Es un despropósito inconstitucional. La Constitución consagra el principio de la libertad de expresión y comunicación. Si quiero ver pornografía, tengo derecho.

El proyecto de ley pretende quitar autorizaciones a los proveedores de Internet que incumplan con la instalación de bloqueadores. Propone, en otras palabras, que el MTC conculque la libertad de los consumidores.

La propuesta es inaceptable. Quedará en la historia del folclor legislativo. Preocupa, sin embargo, que tales criterios tomen tanto tiempo de los parlamentarios. Preocupa, además, que no tengan ningún empacho de infringir principios constitucionales básicos.

“La pornografía genera adicción y actitudes antisociales y conductas de agresión”, señala la exposición de motivos. “Genera también –agrega– trastornos en la conducta sexual de las personas, como la predisposición a la promiscuidad, la negligencia del uso de métodos anticonceptivos, la vulnerabilidad a enfermedades de transmisión sexual, violencia contra la mujer, etc.”.

¿De dónde sacan que la pornografía genera adicción? ¿Cuál es la encuesta, el estudio, la estadística?

Un consumidor de pornografía, ¿es antisocial, agresivo, feminicida? ¿Dónde están los casos? En la habitación de cada feminicida, ¿se encontró material pornográfico?

El feminicidio y el maltrato a la mujer son algo demasiado serio como para que caiga en manos de charlatanes. El poder de legislar, también.

La perla de la reflexión es la relación que se quiere establecer entre pornografía y “la negligencia del uso de métodos anticonceptivos”. ¿Cómo se establece la relación causal? Y, por último, ¿es delito el uso negligente de métodos anticonceptivos?

Lo que hay en el fondo es un rigorismo moral que se quiere convertir en ley. La ley es para todos, no solo para los que tienen moral rigorista. 

Lo grave del caso es que muestra la irresponsabilidad con que se trabaja en el Congreso de la República. Es un tiempo en que se requiere, más bien, de sus mejores luces.