Mi lado femenino, por Renato Cisneros
Mi lado femenino, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

En los ‘yaxes’ el truco radicaba en darle un buen bote a la pelota de goma y aprovechar ese intervalo para recoger del suelo, sin apuro pero con maña, la mayor cantidad de estrellas de metal (en otros países las llaman ‘matatenas’). Cuando me inicié en el juego no pasaba de nivel Chancho y me limitaba a hacer girar los ‘yaxes’ en la palma de la mano, pero con entrenamiento adquirí rapidez y en poco tiempo alcancé nivel Tacu Tacu, que eran palabras mayores. Mi hermana, en cambio, aunque entusiasta, solía quedarse en Levis con Palmada.

El salto de ligas, por otro lado, representaba un desafío más corporal. A medida que la banda elástica iba escalando posiciones, los participantes dependían únicamente de su altura y flexibilidad. Teníamos una prima de piernas gimnásticas que llegaba hasta Axilas y Cuello y pegaba unos brincos olímpicos, siempre tomándose la falda para que no se le viera el calzón (una previsión inútil, por cierto). Yo –saltarín pero chato– me estancaba en nivel Pantorrilla. Mi hermana, larguirucha y descordinada, no pasaba de Tobillo.

Donde sí me sacaba ventaja era a la hora de la soga. El salto debía acompañarse con una de esas persistentes tonadas infantiles que de adulto ya no puedes olvidar aunque quisieras: “Soltera, casada, viuda divorciada, con hijos, sin hijos, no puede vivir, con uno, con dos, con tres…”. Ahí mi hermana, sin esforzarse, llegaba hasta los 30 o 40 hijos. Yo, menos técnico o más flojo, prefería la variante ‘culebrita’, donde había que eludir la cuerda mientras ondulaba a ras del piso.

Lo que mejor nos salía, quizá porque no competíamos, era jugar a la familia feliz con una casita de Fisher Price que tenía dos pisos, techo a dos aguas y timbre. Ella adoraba ubicar a los personajes en sus dormitorios y yo me solazaba ordenando las ollas en los reposteros, la vajilla diminuta en el comedor.

Con los años alguien –¿un profesor?, ¿una tía?, ¿un compañero?– me hizo ver que todos esos eran ‘juegos de niñas’, persuadiéndome de que no debía practicarlos más porque corría serio riesgo de convertirme en ‘mariquita’ o directamente en ‘cabro’. Nadie usaba aún la palabra ‘gay’. Confieso que intenté ‘reformarme en el patio del colegio a punta de canicas, fútbol, trompos y trompadas, y lo lograba con éxito, pero al volver a casa sufría gozosas recaídas. Era inevitable. Había crecido imitando a mi hermana, que es apenas unos años mayor. Sus pasatiempos, sus gustos, eran los míos. Se me hacía normal escribir un diario, pegar stickers, cocinar galletas, bailar Menudo. Luego, en la adolescencia, cada uno fue decantando sus propias predilecciones, pero en esos primeros años, que fueron muchos e intensos, adopté sus costumbres sin juzgar si eran ‘convenientes’, ‘demasiado femeninas’, ‘perjudiciales’ o si constituían ‘ideología de género’. Teníamos vecinos ultraconservadores pero hasta donde recuerdo ninguno hostigó a mi hermana con un cartel que dijera #ConTuHermanoNoTeMetas. Ni siquiera mi padre militar me hizo sentir mal por jugar como jugaba (tampoco le habría convenido: sabíamos muy bien que de niño él se escapaba de casa para ir a bailar ballet con su hermana mayor).

Más bien cuando, a los 10 u 11, atosigado por la prédica machista tan lamentablemente arraigada, y convencido de que, en efecto, lo natural era separar los mundos del hombre y la mujer, perdí sensibilidad. Empecé, por ejemplo, a arremeter contra las muñecas de mi hermana, las mismas muñecas que antes yo había vestido, maquillado (y besado apasionadamente). Me acercaba a escondidas, las quitaba de sus estantes –donde lucían sus trajes extranjeros, sus virginales boquitas pintadas– y las sometía al acoso sexual de mis robots, dinosaurios y vaqueros. El más pervertido era Skeletor, la musculosa calavera azul de He-Man, que se escabullía debajo de sus faldas para dar rienda a sus (mis) bajos instintos. Ninguna Barbie se salvó del ultraje. Algunas, incluso, terminaron mutiladas. Supongo ahora que ellas representaban mi lado femenino. Y, claro, de algún modo tenía que acabar con él.

Esta columna fue publicada en la revista Somos el 4 de marzo del 2017.