Somos, ante el Señor de los Milagros, niños con diferentes percepciones, formando parte de un hermoso dibujo cuya sola existencia ya es un hermoso milagro. (Ilustración: Giovanni Tazza)
Somos, ante el Señor de los Milagros, niños con diferentes percepciones, formando parte de un hermoso dibujo cuya sola existencia ya es un hermoso milagro. (Ilustración: Giovanni Tazza)
Alexander Huerta-Mercado

Cuando llegaba octubre, más de una vez en la primaria nos hicieron dibujar algo referente al . Felices de no tener clases, era común sacar las crayolas primero, y en los años siguientes, los lápices de colores y pintar, generalmente, no la imagen del Cristo de Pachacamilla sino de la procesión que, de por sí, siempre ha sido espectacular. La multitud estaba hecha de la forma como los niños economizan energía cuando pintan: círculos sin cara, masivos y repetidos. A su vez, el Cristo Morado solía estar dibujado con mayor esmero, tal vez por el respeto que las imágenes sagradas nos merecían. ¿Qué quedan de esos dibujos que se colgaban en las paredes del salón, con nuestro nombre y sección? Lo pienso mientras camino entre puestos de chifa ambulante, vendedores de estampas y afiches, cómicos callejeros y el olor a sahumerio en la noche limeña, en vísperas de que la procesión nos alcance. Quiero contarles lo que sentí.

En la procesión he aprendido que lo sagrado y lo profano están mucho más cerca de lo que imaginaba. Muchas tradiciones religiosas separan radicalmente el ámbito sagrado del profano, habitado por humanos imperfectos. Antes que la procesión llegue a un punto determinado, usualmente grupos de vendedores se concentran, combinando en sinfonía el olor a incienso con el de frituras y las imágenes religiosas con ricos turrones, mazamorras y maní confitado. También espectáculos urbanos se conforman para el consumo de los feligreses que esperan las andas. Ahí, perfectamente podemos tener cómicos de calle –muchos vestidos de mujer haciendo bromas bastante transgresoras–, cantantes de hip hop que improvisan protestas urbanas y acróbatas que recuerdan a juglares medievales.

La mayor expresión religiosa del Perú es uno de los tantos legados de la cultura afroperuana, determinante en nuestra identidad y con una historia de sufrimiento, esclavismo y marginación que deja una constante huella en el espíritu de un país que ha sido racista y que todavía no construye la unidad e integración que le corresponde. El antropólogo Manuel Marzal sostenía que la religiosidad popular que nos convoca siempre es fruto de un mestizaje cultural que nos acompaña desde la Conquista y que es un eco del encuentro entre las prácticas rituales que mantenían unidos a distintos grupos, antes y después de la irrupción del cristianismo que tuvo necesariamente que ser negociado por todos en América. asocia directamente el culto al Señor de los Milagros con la divinidad oracular prehispánica de Pachacámac, ambos venerados en Lima, ambos poderosísimos y ambos relacionados a la protección contra los temblores. Estamos ante no una sino infinitas tradiciones que se proyectan desde distintas partes del mundo y traen consigo distintas formas de relacionarse con lo sagrado, confluyendo todas las artes, sabores, músicas y universos espirituales.

Aquí hay otra fusión. La procesión es el Perú mismo, y es que la religión se fusiona con la magia. Si bien ambos son sistemas creados por los humanos para entrar en contacto con lo sobrenatural, la religión es institucional y acepta la voluntad de la divinidad, mientras que la magia es mucho más práctica y apela al resultado inmediato. Sumisión y pragmatismo. No solo caminamos rezándole al Señor, sino que nos acercamos a tocar las andas para ser contagiados inmediatamente por su magia. En las tiendas que unen el convento de Las Nazarenas con el Santuario de Santa Rosa se venden objetos religiosos y mágicos, es así que santos de yeso conviven con velas para hacer amarres y cruces comparten espacio con cartas de tarot.

Mi padre siempre me decía que a una fiesta cada persona va por un motivo distinto. Creo que esto se aplica a la pluralidad de intenciones que cada uno de nosotros llevamos mientras recorremos, junto a la procesión, las húmedas calles de Lima. Ahora veo las andas no una, sino decenas de veces porque muchas manos levantan el celular y lo filman o fotografían convirtiendo el panorama en un bosque de pantallas que reproducen a nuestro héroe cultural. Esto me lleva a pensar que de niños estábamos equivocados: no son un grupo de círculos sin cara los que pueblan la procesión, cada uno viene con una intención, una tradición, una petición o un agradecimiento y así como los celulares que se alzan multitudinariamente, cada quien tiene otras imágenes en su vida, su propia memoria y sus propios mensajes. Lo que nos vincula a todos es el saber que es un señor que tiene la potestad de conceder el muy necesario milagro.

Sigo pensando en esos dibujos de caras anónimas y entiendo lo que el antropólogo Fernando Fuenzalida nos decía sobre la imperiosa búsqueda humana del milagro en el mundo moderno: que es principalmente por la necesidad de sentir que trascendemos el anonimato y la falta de reconocimiento que vivimos en la vida cotidiana. En una realidad tan homogenizada, el sentirnos especiales es tanto o más buscado que el milagro mismo, o, en todo caso, el milagro consiste en saberse tocado por la providencia y mirado por el mismísimo Dios.

Me detengo y veo a la procesión alejarse con nuestro campeón en andas, rodeado de personas acostumbradas a la incertidumbre y a los problemas económicos, cada vez más alejadas de la religión institucional pero no de una relación con un Dios mucho más flexible y popular. Cada uno con su propio sueño y su propia memoria. Creo que somos mucho más que un inocente dibujo fruto de la percepción de un niño. Somos, ante el Señor de los Milagros, niños con diferentes percepciones, formando parte de un hermoso dibujo cuya sola existencia ya es un hermoso milagro.