El Mineirazo y otros recuerdos, por Pedro Ortiz Bisso
El Mineirazo y otros recuerdos, por Pedro Ortiz Bisso
Redacción EC

No recuerdo exactamente cuándo fue. Solo sé que aún no anochecía. Caminábamos por Paseo de la República cuando mi padre preguntó si quería ir al estadio. El Nacional tenía un color parecido al cielo limeño que afeaba su imponencia. Entramos sin pagar –junto con la ‘segundilla’– y la imagen que me quedó grabada fue la de un embudo gigantesco, cubierto  de bancas de madera y escalones de cemento, que encerraba un pequeño rectángulo de césped donde unos desconocidos perseguían una pelota. No tengo idea de quiénes jugaban, pero por alguna razón nunca pude sacar esa visión de mi cabeza.

También recuerdo el Ford Galaxie de mi tío, un coche de color fúnebre,  abriéndose paso por la ciudad eufórica, mientras con mi hermano y mis primos arrastrábamos tiras de papel celebrando un triunfo de la selección, seguramente con un gol de Cachito.

Existen una serie de hechos que marcan nuestras vidas, que son imposibles de olvidar. El quechua siempre lo relacionaré con el “Tawa canal Limamanta pacha”, repetido en las tardes setenteras de Canal 4; el olor a gasolina a los letreros de Gulf  de los viejos grifos,y el fútbol alemán a los goles de ‘Migajita’ Littbarski narrados con la voz  inconfundible del colombiano Andrés Salcedo.

Cuando Uruguay acabó con los sueños de Mundial de Brasil, el 16 de julio de 1950, las 200 mil personas que repletaban el Maracaná enmudecieron abruptamente. Los cánticos de alegría se tornaron en lágrimas y quejidos. Hubo suicidios, maldiciones y juramentos. Moacir Barbosa, el mejor arquero de la época, se convirtió en el culpable de la tragedia nacional por no haber impedido los goles uruguayos.

Muchos años después, ya retirado, Barbosa no pudo entrar al campo de entrenamiento de su selección acusado de traer mala suerte. Nunca pudo zafarse de ese recuerdo maldito.  Murió en la pobreza, sin haber sido redimido. Sin que lo hayan olvidado.

Los niños que hemos visto llorar sin consuelo tampoco olvidarán el 8 de julio del 2014. Igual sus padres, sus amigos, los 200 millones de brasileños que se sintieron morir con cada latigazo de Müller, Kross o el ahora histórico Klose. La mirada enrojecida de valdrá más que los millones de dólares gastados en estadios que no tendrán más uso a partir de este lunes o los otros tantos que se quedaron en el camino, engordando billeteras ajenas.

“Era como si cada brasileño hubiera perdido al ser más querido. Peor que eso, como si cada brasileño hubiera perdido el honor y la dignidad”. Así describió el periodista Mario Filho los momentos posteriores al Maracanazo. Pero dijo también que, aunque muchos juraron nunca volver a una cancha de fútbol, “pocos se dieron cuenta de que en aquel desafío germinaba una generación de campeones del mundo”. Porque sin la tragedia del 50, no habría habido Pelé y la resurrección del 58, la gesta del 62 ni el Brasil maravilloso de México 70.

Acaso esta tragedia sea también eso, el parteaguas para el inicio de momentos más felices en la cuna del fútbol más alegre del mundo. Quizá sea el inicio de una brillante era. Pero el recuerdo de este momento, nunca podrá ser olvidado.