Con la llegada de los representantes de la Organización de los Estados Americanos (OEA), todos desean informar a la misión sus puntos de vista de la grave crisis que atraviesa nuestro país desde hace un tiempo. Crisis que, por cierto, no resolverán, ni tampoco lo pretenden, los comisionados de este organismo americano.

Pero al momento de su llegada, tanto el Gobierno como la oposición han demostrado sus disciplinadas malas formas de relacionarse. Sus diferencias son tan sustantivas como sus semejanzas, ahondan el deterioro corrosivo de la política y su impacto en el presente y futuro de la vida de los peruanos.

En este envilecido escenario, los 15 meses de mandato han mostrado a un presidente aprendiendo mucho. Lástima que no a gobernar, sino a cómo enfrentarse a la oposición usando todos los recursos, incluidos los vedados. Ya no estamos delante de un presidente huidizo y hasta temeroso, un presidente que se escondía bajo su sombrero y de la luz pública como sus redes más cercanas que asaltaban las arcas del Estado, sin iniciativa política frente a sus opositores, solícito ante los suyos y condescendiente ante su vehículo electoral, Perú Libre. Ahora es activo, inquisidor y amenazante. Lo acompaña un premier que calza para estos momentos de agresividad sin límites.

De sentirse entre las cuerdas, ante la oposición política y las investigaciones fiscales, se ha dado cuenta de que sus opositores no pueden –o no quieren– deshacerse tan fácilmente de él. Y si antes los escenarios se configuraban entre su renuncia, vacancia o suspensión, dejando con vida al o una crisis generalizada en la que se van todos con adelanto de elecciones, ahora intenta internacionalizar el conflicto y, sobre todo, crear un escenario de disolución del Congreso, manteniéndose él en el poder. Este escenario, aún embrionario, produce en la oposición pánico y se desarrolla, como se sabe, bajo la figura de la cuestión de confianza.

Desde que se inició el presente mandato, el Congreso ha legislado o interpretado las normas de manera viciada, bajo la escritura de ciertos abogados, que busca dar cuenta de un presidente inicialmente débil y vulnerable. El tan mentado equilibrio de poderes, que se configura en mecanismos que deberían impedir el avasallamiento de un poder sobre el otro, como debe ser en un sistema democrático, es desmontado a favor del Parlamento. Más allá de que se esté de acuerdo con ponerle freno al asalto del Estado de parte de allegados palaciegos, lo cierto es que se legisla o reglamenta pensando solo y únicamente en Pedro Castillo, creando un serio problema para los siguientes mandatarios que estarán a merced del Congreso más de lo que lo han estado en el último quinquenio.

De esta manera, al haber inconstitucionalmente acotado y recortado la figura de la cuestión de confianza para que cualquier Ejecutivo no pueda controlar o defenderse de cualquier Parlamento, se le ha abierto la puerta para presentar una improcedente cuestión de confianza que no podría aprobar el Parlamento. En el momento en que este se pronuncie al respecto, el Ejecutivo presentará otra que, al tener la misma suerte, permitirá, según la interpretación oficialista, la disolución del Congreso y convocar a elecciones a realizarse en los subsiguientes cuatro meses, probablemente con el apoyo público que reprueba al Parlamento.

Si bien este escenario no necesariamente se puede producir, lo cierto es que siempre el miedo paraliza, más cuando varios congresistas perderían mucho –ingresos y ‘lobbies’–, para pasar a distender su oposición al Ejecutivo y permitir que se queden todos. El adelanto de elecciones, para cambiar todo, sería así una misión imposible.


Fernando Tuesta Soldevilla es profesor de Ciencia Política en la PUCP