(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Hugo Coya

La prisa de Charly David por arribar a este mundo hizo que su carrera en pos de la vida durase tan solo cinco meses y su llegada fuera tan veloz que tuviera aliento para quedarse entre nosotros apenas dos días, a pesar de que luchó bravamente dentro de una incubadora ni bien concluyó su travesía por el vientre materno. 

Ahora, Mónica Palomino, su madre, no podrá amamantarlo, acariciarlo, mimarlo como todo aquel ser que se acostumbra a querer desde la cuna, jugar con él, acompañarlo a su primera clase en el jardín de la infancia sin la pena de dejarlo solo, llevarlo al primer circo, a su primera fiesta, contemplar cómo se convierte en hombre, verlo amar, sufrir, desenamorarse, volver a querer, casarse, tener hijos, envejecer y cumplir, como la mayoría, el ciclo natural de aquello que conocemos como vida. 

Nunca habrá suficientes palabras para describir la pena que esa madre debe sentir por tan repentina partida, por aquellas vivencias que no vivirá al lado de su hijo, por haber tenido que despedirse sin poder acabar de darle la bienvenida a ese ser extraído de sus entrañas, por hacerla comprar medicamentos cuando ya había fallecido, pero, sobre todo, por tener que llevarse a casa el cuerpo de su hijo inerte y ser obligada a colocarlo en la nevera de la refrigeradora debido a que no le entregaban el acta de defunción para poder sepultarlo. La falta de dinero y una indolente burocracia diseñando un macabro marco detrás de semejante tormento transformado en horror, amplificando doblemente el pesar de la pérdida.  

Sin aún recuperarse por la muerte (si eso es posible algún día), Mónica tuvo que recurrir a los medios de comunicación, exponer su drama como una única alternativa ante el flagrante atropello del que estaba siendo víctima junto a su bebe.  

El pequeño Charly David y ella pasaron entonces a ser exhibidos en los titulares de los diarios, se insertaron en los encendidos comentarios radiales, se volvieron tendencia en las redes sociales con indignados mensajes y fueron fotografiados con el refrigerador que tenía un letrero que advertía irónicamente “No tocar”, aunque varios lo hicieron para abrirlo y mostrarlo sin el mínimo pudor ni respeto por quien yacía en su interior.  

La congeladora familiar convertida en un temporal depósito mortuorio recubierto de hielo y sueños truncos. De esta manera, Charly David moría dos veces, real y simbólicamente, en medio de la desidia, del escarnio público, de la injusticia, hasta que aparecieron los funcionarios, alertados por el escándalo mediático, para intentar reparar un daño que no puede ya repararse, paliar el suplicio que debe haber sido inconmensurable para esta madre y hacer menos prolongado uno de los hechos más espeluznantes del que hayamos sido testigos los peruanos en los últimos años. 

Cuatro días después de su partida, Mónica, quien lo esperaba ansiosa para fines de marzo como si fuera el mejor regalo tardío que haya recibido por Navidad, pudo sepultarlo en el cementerio Mártires del 19 de Julio de Comas al lado de sus familiares, rodeado de globos y un pequeño cajón blanco, color que, como dicta la tradición, es sinónimo de pureza. 

Pureza perdida y vergüenza sin límites de una sociedad cada vez más permisiva con actos que degradan al ser humano y que representan una prueba irrefutable de que la compasión se ha transformado en un bien escaso conforme avanza vertiginoso el siglo XXI. Esa creciente ausencia de empatía que nos separa y nos divide está tornando a las personas en seres cada vez más insensibles al dolor ajeno, en sujetos indolentes que viven dentro de un mundo más áspero, más agresivo, más salvaje, y rebajando nuestra condición de humanos a un nivel por debajo de lo animal, pues, incluso los animales, muestran respeto por el compañero de su especie en la hora póstuma.  

Vivimos tiempos en los que se abandona con mucha frecuencia el sentido común que todos deberíamos poner en práctica ante situaciones límites y más aún cuando se ejerce una función pública. Nos escudamos en las normas, en los protocolos, los reglamentos, aseguramos deplorar el rito, aunque lo ejecutamos sin contemplaciones bajo la concepción de que estamos cumpliendo apenas con nuestro trabajo, que ponemos en práctica los imperativos del cargo en aras de una disciplina que atenta, como en este caso, contra todo aquello que definimos como civilización. 

Olvidamos que nuestra primera obligación como seres humanos es ser precisamente eso: humanos y que ello pasa por tratar de sentir, en carne propia, aquello que podrían sentir quienes recurren a nosotros. 

No se trata de violar alguna ley, apenas eliminar los artículos no escritos en los reglamentos que norman la rutina, que se esconden en la mediocridad de las formas, en el negligente espacio que coloca nuestros cuerpos al frente de un escritorio y enmohece nuestra sensibilidad, nuestros corazones, nuestro razonamiento. Las grandes verdades están en el interior de los hombres y mujeres, manifestándose, muchas veces, a través de pequeñas decisiones. 

Las explicaciones dadas por los implicados pueden atender a razones de orden técnico, jurídico, de procedimientos administrativos, de regímenes con lógicas inexorables, aunque siempre deberíamos sopesar las arenas pesadas de nuestras propias conciencias. Me refiero a ese íntimo lugar que habita en el interior de cada uno, donde las leyes no son frías ni obedecen como máquinas a designios autómatas, sino por el contrario, donde fluyen los sentimientos genuinos.  

No existe ley o norma alguna que permita que una madre deba pasar por lo que ha pasado Mónica ni su familia y, si la existiera, debería ser derogada inmediatamente porque atenta contra el más elemental principio de respeto a la persona humana y el bien común. El padecimiento de esta madre no debe ser en vano, ni la muerte de su hijo relegada a un titular que hoy nos sorprende y mañana, quizás, hayamos olvidado por completo.