(Foto: El Comercio)
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Fernando Rospigliosi

Entusiasmado por el éxito obtenido por sus ataques al Congreso, medido en puntos de popularidad (subió 8 en la encuesta de Ipsos y 13 en la de Datum), el presidente arremetió nuevamente amenazando explícitamente con la disolución del Parlamento, pretendiendo al mismo tiempo diferenciarse de .

En verdad, imita mucho a Fujimori, aunque hay también grandes diferencias con el gobierno de la década de 1990. El argumento de Vizcarra de que él disolvería el Congreso ateniéndose a la Constitución es más que discutible. Como han señalado varios expertos, la cuestión de confianza ya le fue otorgada y no es ni constitucional ni razonable que el presidente pueda dictarle al Congreso las leyes que este debe aprobar. Eso es romper uno de los principios esenciales de la democracia: la división de poderes.

Fujimori fue el pionero en la historia reciente del país –y de América Latina– en usar el poder ganado en una elección limpia para establecer una dictadura. Aunque no inventó nada tampoco, pues eso había ocurrido antes, con Augusto B. Leguía, que triunfó en comicios democráticos en 1919, cerró el Congreso, cambió la Constitución y se reeligió varias veces hasta que el huracán desatado por la crisis mundial de 1929 lo barrió al año siguiente.

Otros discípulos aprovechados de la experiencia de Fujimori no necesitaron sacar los tanques a la calle para hacer algo similar. Hugo Chávez se perpetuó en el poder haciendo referendos, Constituyente, elecciones, etc., al igual que Evo Morales en Bolivia. Como he señalado en otras oportunidades, la escenografía de los tanques y la ocupación de algunos medios de comunicación de abril de 1992 fue una innecesaria reminiscencia de los golpes militares de las décadas del 60 y 70 que Vladimiro Montesinos puso en escena (ver columna “”, 5.1.19).

Pero en esencia –como le gustaría decir a Vizcarra–, si disuelve el Congreso estaría siguiendo el mismo camino, dándoles de su propia medicina a los fujimoristas con el respaldo enloquecido de los antifujimoristas, muchos de los que demostrarían, una vez más, que no son demócratas ni antidictatoriales, sino que se oponen a algunos autoritarismos y respaldan a otros, dependiendo de su color o barniz ideológico y político.

Sin embargo, la gran diferencia entre Vizcarra y Fujimori reside en que este último hizo cosas que le dieron un sólido respaldo en todos los estratos de la población durante muchos años, y que permitió luego a sus herederos biológicos y políticos disfrutar de una popularidad que han dilapidado, como suelen hacer algunos hijos de grandes empresarios con la fortuna de sus padres.

Fujimori asumió la política del shock y el liberalismo económico de su rival Mario Vargas Llosa y detuvo la brutal hiperinflación, obtuvo miles de millones de dólares de préstamos de los organismos multilaterales, reconstruyó la infraestructura, privatizó las elefantiásicas empresas estatales y mejoró sustancialmente la economía, sentando las bases del crecimiento de la década del 2000.

Y tuvo la suerte de que la Dirección contra el Terrorismo (Dircote) de la Policía Nacional capturara a Abimael Guzmán el 12 de setiembre de 1992, después del golpe y antes de las elecciones del nuevo Congreso Constituyente. Esa captura pudo haber ocurrido en junio de 1990 –durante el gobierno de Alan García– o en diciembre de 1991, con Fujimori en democracia, cuando Guzmán escapó por un pelo de la Dircote.

En síntesis, durante el gobierno de Fujimori se resolvieron realmente los dos grandes problemas heredados de la década de 1980: la hiperinflación y el terrorismo. Una base muy sólida para sustentar su popularidad, porque el autoritarismo no le molesta a la mayoría.

Vizcarra, como es obvio, no ha resuelto ninguno de los problemas que aquejan al Perú hoy: la inseguridad y el enlentecido crecimiento económico. Ni ha mejorado la gestión del Estado, ni ha disminuido la corrupción en su ámbito, ni ha contribuido a mejorar las instituciones, ni la educación, ni la salud, ni la reconstrucción del norte. En verdad, es impresionante: nada de nada.

Su popularidad es, por tanto, precaria, como reconocen los propios analistas de encuestas.

El asunto es que, a la ambición de poder de Vizcarra –todo político la tiene y no debe ser objeto de censura por ello– se suman cada vez más indicios de corrupción durante su gestión en Moquegua (ver “Adelantos millonarios sin expediente técnico en hospital de Moquegua”, Plinio Esquinarila, “Expreso”, 18.6.19). El justificado temor de acabar como sus antecesores –preso, prófugo, muerto o procesado– es un incentivo muy fuerte para tratar de controlar el sistema judicial y perpetuarse en el poder. Sus motivos serían, pues, los del oidor: miedo, miedo y miedo.

Podría lograrlo en el corto plazo, pero es muy improbable que pueda sostenerse mucho tiempo sin bases reales de respaldo ciudadano.