(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Yo soy peruano, pero mi hijo de 10 años nació en Barcelona y ha vivido toda su vida ahí. Es un fanático –más bien un adicto– del Barça, conoce las alineaciones de todos los equipos de la Liga española, incluso sabe por cuánto venderán y comprarán a cada jugador en Europa la próxima temporada. Y sin embargo, para mi sorpresa, en vísperas del , me ha dicho:

–Papá, si juega contra en el Mundial, yo voy a querer que gane Perú.

–¿En serio? –he preguntado, casi con lágrimas en los ojos–. Qué bonito.

–Bueno –ha aclarado él, para evitar malentendidos–, pero si gana España, no me voy a poner muy triste, ¿ya?

Supongo que va a ser diplomático.

De todos modos, tiene gestos concretos muy emotivos. Por ejemplo, ahora se pone la camiseta de Perú. Sus amigos, que nunca han visto a nuestra selección en un Mundial, creen que es la del Rayo Vallecano. Él mismo tenía poco aprecio por la Blanquirroja antes de ganarle a Nueva Zelanda. Pero tras la clasificación a Rusia, ya le parecemos un país serio.

Su entusiasmo peruano me ha recordado la Eurocopa del 2008, que se celebró meses después de su nacimiento. El día de la final, mi esposa quería salir con sus amigas y yo me quedé en casa cuidando al bebe. España ganó con un tanto de Torres. Y yo me sorprendí a mí mismo gritando el gol como un energúmeno frente al televisor.

No sabía por qué me sentía tan eufórico. Ese no era mi país. Luego comprendí que sí lo era. Fernando Iwasaki me dijo una vez que tenemos una palabra para la tierra de los padres, ‘patria’, pero no para la tierra de los hijos, que tiene el mismo peso en nuestro corazón. El país que alzó la Eurocopa del 2008 se había hecho mío con el nacimiento de ese bebe.

Los últimos años, vivir en Barcelona ha sido un constante reto a mi identidad. La política catalana se esmera en recordarte cada cinco minutos que eres un extranjero, y que eso es malo. Hay incluso una palabra, ‘charnego’, para recordarles a algunos catalanes que sus padres provienen de fuera. Una alta dirigente nacionalista les dijo a los dirigentes de otro partido catalán “lárguense a Cádiz”, porque no les concedía el grado mínimo de pureza étnica para representar a sus propios votantes. Yo mismo he escuchado en miles de conversaciones acusaciones contra los españoles por no ser “suficientemente europeos”, lo cual, como consecuencia, me excluye de por vida. Yo nunca me acercaré siquiera a lo que una parte de la sociedad exige para formar parte de ella.

Forzado a posicionarse, mi niño –de madre valenciana– ha optado por ser catalán y español y peruano. Durante los meses más tensos de las manifestaciones soberanistas, él se presentaba en el colegio con su camiseta de “La Roja”. Preocupado por él, le dije muchas veces:

–Chico, estamos en el mismo bando... pero no hace falta ir por la calle publicitándolo, ¿OK?

–¿Qué quieres? –respondía él indignado– ¿Que me esconda?

Y yo lo dejaba ir vestido como quisiera. ¿Qué podía hacer?

Por eso mismo, me ha gustado especialmente que ahora se ponga su camiseta blanquirroja. Me siento orgulloso de que mi hijo sea capaz de sentirse de más de un lugar. De amar a más de un grupo. De disfrutar de un mundo más grande. Y de paso, me ha hecho entender algo muy importante: que vemos el fútbol para saber de dónde somos. Y somos del lugar donde alguien nos quiere.