(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Alexander Huerta-Mercado

La evidencia arqueológica revela rituales complejos, colectivos e integradores en los tiempos del horizonte temprano en la zona andina donde se asentó, hace casi un milenio, Chavín de Huántar. Bajo la tutela chamánica de un gran felino, se generó una estructura social y económica que dio lugar a lo que Julio C. Tello denominó una civilización matriz que articuló distintas sociedades conformando una de las primeras identidades grupales que conocemos en nuestro territorio.

Desde entonces, esas montañas han visto el gobierno de señoríos, imperios y, finalmente, una república en constante lucha por convertirse en una comunidad unida sin conseguirlo. En estos últimos meses, el ritual del fútbol ha logrado articularnos como una poderosa hermandad, nos devolvió por un tiempo una identidad común y podemos sonreír diciendo que el chamán que nos ha guiado ha vuelto a ser un tigre. Esta vez, sin embargo, con una historia más feliz y lúdica y nuevamente en torno a rituales colectivos.

Hablemos sobre el ritual. Conversar con los dioses y entrar con eficacia en su espacio sagrado ha sido un desafío para el ser humano desde hace muchos siglos. Parece que siempre se ha considerado pertinente guardar una etiqueta, un cuidado y, sobre todo, una belleza que fuera del agrado y el entendimiento de los dioses. En otras palabras, por miles de años hemos danzado en torno al fuego, peregrinado hacia las montañas, compartido manjares sagrados o celebrado ceremonias complejas en pro de comunicarnos con los brazos abiertos hacia el espacio separado de este mundo al que hemos considerado sagrado.

El ritual en toda religión ha sido un evento extracotidiano, es decir, rompe nuestras rutinas laborales y exige un tiempo específico para ser realizado. También todo ritual tiene algo de teatro. Nos arrodillamos, levantamos los brazos, oramos juntos, usamos vestimentas especiales para la ocasión (en algunas culturas se usan máscaras, en otras trajes de gala y en otras velo). Seguimos un guion que es transmitido generacionalmente y que nos convierte en actores grupales hacia una audiencia que habita en la dimensión de lo sacro.

A su vez, el ritual suele ser cíclico. Se celebra, por ejemplo, cada luna llena, cada estación de lluvias, en ciertas horas del día o cada domingo. Marcamos un tiempo ritual que siempre retorna, como si el tiempo fuera circular y hubiese que actualizar constantemente nuestra comunicación con lo divino.

Si bien podemos entrar en contacto con lo sagrado de manera individual, toda sociedad ha desarrollado rituales que tienden a ser colectivos, que nos convocan en grupo como un matrimonio que reúne a nuestra familia extendida, una procesión que llena avenidas enteras, una peregrinación que torna en coloridas las trochas de un cerro o una misa donde todos los asistentes se transforman en coro.

El sociólogo francés Émile Durkheim sostenía que, junto a su innegable connotación sagrada, la sociedad tenía en los rituales una forma de subsistir unida e integrada; es decir, son una suerte de goma social que hace que los grupos se mantengan unidos pese a la dispersión que obliga la rutina laboral o las distancias geográficas. Recuerdo con mucha ternura una tarde de octubre hace algunos años cuando caminaba en la Quinta Avenida de Manhattan, cerca de la iglesia de San Patricio, cómo las calles se preparaban para la procesión internacional del Señor de los Milagros y se veía el encuentro feliz entre peruanos viviendo fuera, con motivo del evento. Se vendía discretamente chocolates Cua Cua, Sublime e Inca Kola y se oían encuentros de compatriotas viviendo en Estados Unidos que no se habían visto por mucho tiempo (saludos del tipo: “¡Haaaabla, jugador!” o “¡Esa gente!” eran acompañados de sonrisas y abrazos efusivos como los peruanos sabemos darnos), formando un pequeño Perú mientras duraba el evento.

Durkheim sostenía que si la religión llegara a desaparecer en un mundo cada vez más racional (cosa que no ha sucedido y no tiene visos de suceder) las sociedades desarrollarían nuevas formas ceremoniales de mantenerse unidas a través de rituales laicos. Y esto sí ha sucedido en un mundo secularizado. Ahí están los desfiles de Fiestas Patrias, las graduaciones, los quinceañeros, las fiestas de promoción y, por supuesto, el fútbol. Gracias a la clasificación peruana hemos visto colmada nuestra sed ritual de ceremonias que nos integren a la aldea global.

Es difícil imaginar otro evento en donde los participantes se pinten los rostros, usen vestuario colorido y uniforme, canten y se muevan como olas al mismo tiempo y porten banderolas con fuerte contenido simbólico. Cuesta imaginar otro ritual en el que los himnos nacionales se conviertan prácticamente en canciones guerreras y en donde al unísono se griten mensajes colectivos y alentadores a los participantes del juego. Imposible pensar en otro espacio que cíclicamente mantenga cohesionados a grupos que pueden estar distanciados y hasta enfrentados en la cotidianidad y que gracias al capital simbólico del balompié lleguen a conformar, como ningún otro evento, una identidad nacional.

Durkheim sostenía que los rituales no solo mantenían unida a la sociedad, sino que también la representaban cual imagen panorámica. Así, se constituían en una suerte de maqueta donde podíamos descubrir las jerarquías, los valores y las emociones recurrentes del grupo que los practicaba. ¡Y vaya que el ritual que ha surgido con la participación del Perú en el nos ha representado!

El ritual futbolístico ha recorrido nuestro día a día y ha recogido distintos aspectos que usualmente están separados en nuestra cotidianidad. Hemos visto surgir una acuarela simbólica de lo que es el Perú moderno: hemos vestido nuestros cuerpos con los colores que nos representan como una nación, hemos reencontrado nuestro entrañable espíritu familiar y celebratorio. Hemos visto representado de forma nítida nuestro machismo y nuestra agresividad. Hemos discutido con nuestro sentimiento de culpa el no concentrarnos en los problemas sociales y políticos que siempre nos agobian. Acompañados de cerveza, pollo a la brasa, Inca Kola o canchita hemos recordado nuestro hedonismo que no estaría completo si no fuera por la cuota de sufrimiento que hemos aprendido a integrar como parte importante de nuestra propia película nacional. También hemos visto que estamos cambiando y que hemos reemplazado la frustración de perder por el agradecimiento hacia quienes nos representaron limpia y heroicamente.

El fútbol ha construido un ritual que nos ha unido de forma intensa, que nos ha hecho compartir lágrimas de alegría y frustración y nos ha hecho vernos como sociedad frente a un espejo. El reflejo ha sido bonito, nos hemos encontrado más integrados al mundo, sin complejos y competitivos, honestos y luchadores. Podemos sonreír pensando que nos estamos redescubriendo como un pueblo más integrado, aprendiendo de los errores, con mucho fuego interno y con ganas de más, y eso ya es un gol de media cancha.